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Víspera del viernes, y trece
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Trece y viernes fue el accidente aéreo en los Andes del que sólo sobrevivieron dieciséis personas que tuvieron que alimentarse con la carne de sus compañeros fallecidos. Viernes y trece fue la masacre de la sala Bataclan, en París. La capilla del Palacio de Buckingham fue destruida por las bombas alemanas un viernes y trece durante la II Guerra Mundial. También el ciclón Bhola acabó en el Golfo de Bengala con la vida de centenares de miles de personas un trece y viernes.

Yo no soy supersticioso; dicen que da mala suerte. Por eso, creo que la casualidad hizo que ocurrieran esas y otras muchas calamidades tal día como el presente. Que hoy no pueda celebrar mi onomástica –San Eduardo el Confesor, Rey de Inglaterra– sólo se debe a un capricho vaticano que en algún momento trasladó la conmemoración al mes de enero. Tarde me enteré este año y ya no pude remediarlo.

Pero escribo estas líneas la víspera. Doce que más parece trece; que aparenta añadirse a esa cadena de casualidades. Fronteras afuera, porque asistimos a la enésima masacre en el Oriente Próximo, cuyo presente ya estremece, pero cuyas últimas consecuencias se adivinan sobrecogedoras. Dentro, porque en esta nuestra piel de toro tenemos una forma verdaderamente singular de celebrar la Fiesta Nacional, como casi siempre. A nuestros líderes, siempre tan atentos, se lo debemos. De nuevo, el debate gira en torno a la idea de España, transformada en esa hija cuyos padres separados pretenden hacer suya, sin querer ver que es de ambos y de nadie.

Muchos poetas glorificaron España, que no es de derechas ni de izquierdas. Miguel Hernández habló con orgullo de las gentes que pueblan nuestra tierra: leones, águilas y toros, no bueyes; una buena letra para el himno nacional, no otras. Su compañero del alma, Ramón Sijé, poeta y oriolano como él, de firmes principios católicos y tradicionalistas, próximo a Falange, murió de una septicemia el día de Nochebuena previo a la Guerra Civil. A él dedicó la elegía más conmovedora que jamás he leído. El ser humano se reconoció a sí mismo a las puertas del apocalipsis.

Los azules vencieron y Miguel Hernández fue condenado a muerte, por rojo. Lo sentenció un juez que, antes de dedicarse a esos menesteres, había escrito piezas humorísticas y relatos en prensa. La intervención de notables intelectuales –el propio José María de Cossío intercedió por él– ayudó a conmutarle la pena capital por la de treinta años de prisión, pero la mugre lo mató de tuberculosis en la prisión de Alicante. Una vez más, la gran España se mutiló a sí misma.

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