
Ayer fue veinte de noviembre. Cincuenta años atrás, el equipo médico habitual que firmaba los partes encomendó finalmente a la parca al viejo general. A costa de encarnizarse con el enfermo, lograron que la fecha coincidiera con la del fusilamiento, en 1936, del fundador de la Falange.
«Con Franco se vivía mejor», dicen gentes que no compartieron tiempo con él. Me frustra ver a tantos jóvenes desnortados que hoy se adhieren a la doctrina del más vocinglero. Sólo se mitifica lo que se desconoce y a Franco se le atribuyen logros casi mágicos: la previsión social, las vacaciones pagadas, la educación pública, la red hidráulica, la industrialización, etc. Se hicieron cosas durante su gobierno, claro está. ¡Sólo faltaría que se hubiera limitado a pescar truchas! Pero nada de lo dicho fue de su creación. Sí fue Franco imaginativo a la hora de convertir en delito la infidelidad de la mujer, o de casi eximir de responsabilidad a la madre que matara al recién nacido para ocultar su deshonra. Mientras, encarcelaba a la que abortara en manos de un carnicero. No había divorcio y ellas necesitaban del permiso de su padre o esposo para gastar su propio dinero o para sacarse el carnet de conducir. Hablar de libertades esenciales era impensable. Gran parte de lo que hoy son derechos fundamentales eran delitos.
No celebro la muerte de nadie. Ni siquiera la de un dictador que acabó con decenas de miles de «malos españoles» o que, dos meses antes de su fallecimiento, ordenó las últimas ejecuciones, tras cuatro consejos de guerra plagados de ilegalidades. El régimen se predicaba muy católico, pero en España no era Dios el único que disponía de la vida.
Ojalá nada de eso se repita, pero hay daños que permanecen. La dictadura idiotizó al país. Los hijos de esa generación aún sufren las consecuencias y nadie ha querido asumir la tarea de explicar a los jóvenes qué fue lo que ocurrió. A nadie se le obligó a acudir el primero de octubre de 1975 a la Plaza de Oriente. Esas personas formaban parte de una espectacular masa de supervivientes con síndrome de Estocolmo que días después sintieron un ensordecedor vacío al escuchar aquél «Franco ha muerto». Muy poco antes, una joven cantautora, hija de un militar, dedicaba sus estrofas a un país que despertaba de su larga y santa siesta con versos de poetas. La censura la obligó a cambiar algunas palabras en la letra de Mi querida España, pues no era aceptable referirse a una «España muerta». No, no celebro la muerte de nadie, pero peor sería conmemorar la vida de algunos.



