Escribir sobre los últimos acontecimientos en Venezuela, más allá del dolor que ha de sentirse por los sufridos venezolanos, es un ejercicio tedioso cuando no iracundo o vergonzoso.
Ver al dictador Nicolás Maduro engalanado de presidente ostentando los símbolos que le robó a la ciudadanía provoca el cansancio de un desenlace conocido, la rabia ante lo injusto y, al final, como habitantes de un continente común, una tremenda vergüenza, producto de los dos sentimientos anteriores.
Podríamos repasar uno tras otro los episodios que terminan con la fantochada del monigote investido presidente al calor de quienes verdaderamente mandan en el país caribeño, una runfla de corruptos. No vale la pena, sería perpetuar el tedio.
Podríamos también representar en cualquiera de los muertos, secuestrados o presos políticos la tragedia de un pueblo que no se resigna a vivir sin libertad ni dignidad, lo que explica los millones de expatriados que pueblan las calles de países vecinos en la región o los muertos en actos de valor. No vale la pena, sería azuzar la ira que nos provoca el destino de un pueblo que merece mejor suerte.
Por fin, podríamos mezclar la vergüenza ajena y la que no sienten los propios y sonrojarnos ante la comprobación de que las republiquetas — la que estrenan presidente, y las lideradas por quienes lo aplauden– gozan de buena salud a pesar del destino de libertad que inspiró hace siglos a nuestros héroes. No vale la pena, sería aumentar el sufrimiento al comprobar que, a pesar de los muros que cayeron el siglo pasado, a pesar de los fracasos de cuanto regimen totalitario ha existido sobre la faz de la tierra, todavía hay espacio para mentes autoritarias y liberticidas (y sus respectivos aplaudidores).
Preferimos, sin embargo, proyectar una mirada de optimismo al futuro. Y razones no nos faltan, al fin y al cabo la escenografía obscena a la que ha recurrido el gastado régimen venezolano es tan sólo un recurso barato para intentar de ocultar el verdadero carácter del pueblo de Venezuela, que en las urnas y a pesar de la fuerza bruta de las huestes de Maduro, desalojó a un gobierno y logró el apoyo de la comunidad democrática mundial.
Esa mirada es a la que hemos apelado siempre ante las claudicaciones de los tiranos de turno, la que se mantiene en la resistencia al régimen cubano, al nicaragüense y al venezolano, así como en su momento nutrió a quienes se oponían a las dictaduras en Chile, Uruguay o Argentina.
Esa mirada no es de optimismo fundado en la mejor suerte producto del azar. No; nuestro optimismo está respaldado por el coraje de la gente, por su profundo credo republicano. Por la convicción demostrada en actos de arrojo en las calles hasta horas antes de la canallesca y grotesca puesta en escena por parte de quienes han vaciado a Venezuela de su riqueza material y moral.
Nuestro optimismo ya probó ser real. Es el de la mayoría de los venezolanos.
