No he querido hablar públicamente sobre el tema de la Biblioteca Nacional para dar espacio a los voceros del MEC —y obtener mayor información— a la espera de un plan ejecutor concreto respecto a los problemas que enumeró, de forma fugaz, la novel directora Rocío Schiappapietra el pasado Día Nacional del Libro.
Desde los años ’90 soy investigador de la Biblioteca Nacional. He sido testigo, primero como lector, luego como periodista y, entre tanto, como activista y gestor cultural, organizando conciertos, exposiciones pictóricas y presentaciones de libros. Como activista, en el año 2000 llegué a reunir un par de miles de firmas con el objetivo de cambiar muchas de las situaciones que hoy plantea Schiappapietra.
He sido observado, respetado por la mayoría y, en una ocasión, incluso suspendido por un director, que me prohibió la entrada por un par de días. El sindicato propuso entonces hacerme una barrera humana para que pudiera ingresar, algo que rechacé por completo.
Desde Musso (1989, en funciones) los he conocido a todos, y podría contar detalles de la gestión de cada uno de los directores.
Schiappapietra es una activa psicopedagoga que ha demostrado —según pude saber— hacer las cosas como se debe. Le gusta trabajar en equipo y, como académica con perfil técnico, necesita tener sobre su mesa todas las pruebas para poder sacar una conclusión “exacta” de la situación. Tampoco sabía de antemano que, de ganar el Frente Amplio, ocuparía este cargo.
Bien.
El estado de situación que trazó Rocío Schiappapietra refleja lo que he venido escuchando y presenciando durante todas estas décadas, en las que el Estado se presentó —sin importar el color partidario del gobierno— con su acción más mínima. Hace décadas que la Biblioteca vive entre el olvido presupuestal y la indiferencia política.
Por otra parte, estimo muy positivo que la ciudadanía pueda escuchar, en una tribuna abierta, al saliente director Trujillo, más allá de sus salidas en prensa, si es que tiene diferencias para confrontar con Schiappapietra.
Dicho esto, quiero dejar clara mi discrepancia rigurosa en dos aspectos fundamentales de su proceder:
- Particularmente, cuestiono la forma y el momento en que se comunicó una decisión de semejante magnitud. No se puede tratar con liviandad a una institución fundacional y que encarna la memoria intelectual de un país. Comunicar su cierre de manera intempestiva, sin el debido proceso de consulta, sin un espacio de reflexión pública ni diálogo con la comunidad cultural y académica, sin consultas abiertas ni proceso participativo es un gesto que vulnera no solo la sensibilidad de quienes la integran, sino también el pacto simbólico e histórico que la Biblioteca representa para la ciudadanía. Las formas no son accesorias: son el modo en que se ejerce —o se debilita— el poder público. Lo que está en juego no es solo un edificio: es una relación entre la sociedad y su derecho a recordar, a investigar, a leer, a pensar.
- La clausura total —hasta nuevo aviso— no es el camino. Ni para el edificio ni para los lectores, aunque sean pocos. Subestimar a la ciudadanía es una forma de empobrecerla. Decir que “la gente ya no va a la biblioteca” no puede ser una excusa. Si no va, promuevan campañas de lectura, editen libros, inviten a los autores, tapen muros vandalizados y buses con poemas, produzcan programas con contenido cultural y no patrocinen argumentos estupidizantes o intervengan el espacio público con cultura viva.
Se trata de preservar el derecho a no ser manipulados por la ignorancia planificada ni por la cultura descartable del momento. Una sociedad debilitada por la ignorancia o la indiferencia se defiende. Se reconstruye. No se clausura.
Este no es el momento de “hacer una pausa”, sino de preguntarnos con coraje qué necesitamos transformar. De convocar a todos los sectores políticos, sociales y culturales con ideas y compromisos reales. De construir consensos que protejan aquello que no debe ser negociado: el derecho a la memoria, a la palabra, a la dignidad del conocimiento.
Toda crisis, si se asume con lucidez, puede ser una oportunidad. Pero solo si tenemos la voluntad de corregir el rumbo. Y de imaginar un país que no le tema a la inteligencia, ni al pasado, ni a la belleza.


