Montevideo ya tiene en su poder un busto de Ho Chi Minh, donado por el gobierno de Vietnam. Y la Intendencia, con entusiasmo digno de mejores causas, ha dado el visto bueno para instalarlo en un espacio público de nuestra ciudad. Al Frente Amplio le pareció un gesto amistoso. A nosotros, un disparate monumental.
Antes de aplaudir esculturas y banderas extranjeras, deberíamos hacer una pausa para aprender quién fue, en verdad, Ho Chi Minh. No el abuelito bonachón de la propaganda, sino el hombre real: un dictador comunista, responsable de instaurar un régimen totalitario en Vietnam del Norte, que usó el terror, la censura, el asesinato político y la mentira como herramientas de poder.
Entre 1953 y 1956, Ho Chi Minh llevó a cabo una reforma agraria que terminó con la ejecución de decenas de miles de campesinos. Muchos de ellos eran, sencillamente, vecinos a quienes alguien envidiaba o temía. En los tribunales populares no hacía falta evidencia: bastaba con una acusación para morir fusilado. El propio partido admitió que más del 70% de las víctimas fueron clasificadas erróneamente.
Los intelectuales tampoco tuvieron mejor suerte. Durante la llamada “purga de escritores”, artistas y escritores fueron censurados, encarcelados o enviados a campos de reeducación. Y durante la guerra de Vietnam, las fuerzas bajo su mando cometieron atrocidades contra civiles: en la matanza de Huế de 1968, miles fueron ejecutados y enterrados en fosas comunes por el crimen de no comulgar con la causa comunista.
Todo esto se hizo, claro está, mientras Ho Chi Minh cultivaba una imagen de patriarca amable y sabio. Pero la historia está llena de monstruos que sabían posar para la foto. Su régimen fue de partido único, sin elecciones libres, sin oposición, sin libertad de prensa ni de culto. Y si hoy en Vietnam lo veneran, es porque la versión oficial sigue bajo el control de los vencedores. Como decía Orwell, quien controla el presente, controla el pasado.
Podemos comprender que el gobierno vietnamita quiera regalar un busto de su héroe nacional. Al fin y al cabo, cada país tiene derecho a honrar a sus mitos, por discutibles que sean. Pero lo que resulta incomprensible, ofensivo incluso, es que nuestras autoridades lo acepten sin una pizca de duda. ¿Cómo podemos celebrar en un espacio público a un líder que, de haber nacido en Uruguay, habría perseguido a buena parte de la población por desviacionismo ideológico?
¿Qué motivó esta decisión de la Intendencia? ¿Una convicción ideológica profunda o simplemente un desconocimiento brutal de la historia? En el Frente Amplio conviven desde exguerrilleros hasta tecnócratas de centro, pero algo sugiere que esta aprobación vino del lado de los más entusiastas de las ideas revolucionarias. O tal vez simplemente nadie se tomó la molestia de leer un poco.
Dijo Artigas: “No venderé el rico patrimonio de los orientales al vil precio de la necesidad”. Y sin embargo, eso parece estar ocurriendo. El busto de Ho Chi Minh no es solo una escultura: es una señal de que la ignorancia o la complacencia pueden más que la memoria. Que cualquier gesto diplomático, por simpático que parezca, está por encima de los principios que deberíamos defender como sociedad democrática.
Todo indica que el busto será inaugurado en coincidencia con la visita de la vicepresidenta de Vietnam. El acto estará lleno de flores, discursos sobre la amistad entre los pueblos y, tal vez, alguna niña con traje típico leyendo un poema. Pero detrás de la ceremonia, lo que quedará es una estatua que rinde homenaje a un responsable de crímenes de lesa humanidad, un líder que gobernó con sangre y miedo, y cuya figura no merece un lugar de honra en una ciudad democrática.
Un gobierno serio debería tener la capacidad de reconocer sus errores y corregir el rumbo. Pero en este caso, como tantas veces, las decisiones de este gobierno dejan más dudas que certezas. Porque si no somos capaces de decir “no” a un busto, ¿qué otra cosa estamos dispuestos a tolerar por diplomacia, ideología o simple negligencia?
Montevideo se merece mejores monumentos. Y, sobre todo, merece gobernantes con una mejor memoria histórica. No hace falta derribar estatuas. Pero tal vez haya que pensar dos veces antes de levantarlas.


