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Seis muertos
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En momentos en que la seguridad —la inseguridad, más bien— constituye una de las principales causas de preocupación de la población, en la cárcel de Santiago Vázquez murieron violentamente seis reclusos. Apenas nueve meses después de que ocurriese en ese mismo centro penitenciario un episodio similar con otros seis muertos que, coincidentemente, también perecieron prendidos fuego.

Dado el temperamento de la sociedad uruguaya con respecto a un tema que lleva décadas de frustrados intentos de mejoría, casi que nos arriesgamos a afirmar que estas seis muertes no llegan a ocupar en la escala del interés general un lugar similar a si las mismas hubiesen ocurrido a otras personas, en otras circunstancias. Algo así como que los derechos humanos quedan justo ahí, fuera de los recintos de reclusión.

Obviamente que esta prescindencia — que podría ejemplificarse como“un chorro menos, un asesino menos, que más da”— aún teniendo explicación como si fuera el resultado del virus de la inseguridad, no tiene justificación y debería, contrariamente, provocar, además de espanto, una honda preocupación. 

”Se dice que nadie conoce realmente una nación hasta que se ha estado en sus cárceles. Una nación no se debe juzgar por cómo trata a sus ciudadanos más altos, sino a los más bajos”, dijo Nelson Mandela, y no se equivocó en un ápice. Un ciudadano recuperado no sólo es un triunfo del sistema que beneficia, tocándola, a una persona: es, al mismo tiempo, un motivo menos de temor y de angustia social. Otro triunfo para el colectivo.

Sin embargo, Uruguay ha sido observado por organizaciones que vigilan la observancia de los derechos humanos de quienes se encuentran en situación de encierro. Y no es de ahora, viene de tiempo atrás; es decir, el debe viene de lejos. Como también viene de lejos el incremento de la población carcelaria. 

La situación es un desafío para quienes diseñan y ejecutan políticas públicas. Y parece contener contradicciones intrínsecas. La ciudadanía pretende calles libres de violencia; pretende menos presos, pretende que el Estado invierta más en aquellos que lo necesitan y cumplen la ley, pretende que no haya reincidencia, pretende que las cárceles sean el ámbito de rehabilitación y no donde se alcanza el “doctorado” en delincuencia, o se pasa a engrosar la criminalidad organizada.

Tantas son las contradicciones que deberían motivar algunos cuestionamientos para ver dónde falla el sistema. Enumerar algunos puede ser un inicio, una guía para futuras acciones. Así, ¿qué porcentaje de los presos pasaron antes por sistemas de justicia juvenil?; ¿qué atiende el sistema, las causas o las consecuencias?; ¿qué hay de la justicia restaurativa?; ¿y de las medidas alternativas al encierro?.

Y como a esta altura resulta obvio el deterioro educativo en las nuevas generaciones, ¿hay una visión integradora entre educación y delincuencia? Y como, además, también resulta obvia la relación drogas-violencia, ¿hay una visión integradora de medidas de salud mental y rehabilitación carcelaria?

Por suerte en los últimos años tanto desde el gobierno como desde la oposición se plantean ideas y se prometen esfuerzos para que las políticas públicas referidas al encierro empiecen por integrar a aquellas causas que hacen a la multidimensionalidad del fenómeno de la seguridad. 

Por suerte. Porque la discusión y su evolución imponen tales planteos y esfuerzos. Tanto como que—y venimos insistiendo con esto— la seguridad no sea botín de guerra del gobierno o la oposición.

Tal vez plantearse acordar políticas de Estado en seguridad conforme a lo que ya no es novedad, sea imponerse como meta que menos transgresores jóvenes lleguen a las cárceles de mayores, que menos transgresores mayores reincidan y que no haya que pensar en más y mejores centros penitenciarios. Que, al final,  lleguemos a vaciar las prisiones. Aunque inútiles, sin gente son mejores.

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