Los límites al poder son preocupación de la democracia, que perdería su fundamento frente a un gobierno que desconociera los derechos de las minorías. Si bien está bueno incluiros en lecciones de educación cívica, tener que recordarlos por necesidad indica que algo no está bien. Es lo que acaba de pasar en el “retiro de Brasilia”, donde quedó patente que algunos líderes latinoamericanos niegan lo obvio racionalizando la idea democrática. Democracia es democracia a secas, sin apellidos. Se presenta sola —mucho gusto— mucho mejor.
Pero no queremos volver a llover sobre mojado. Si quienes se ofendieron, extranjeros o vernáculos, aún no incorporan nociones básicas de institucionalidad es su problema —hagamos votos para que no se convierta en el nuestro.
Los límites al poder. Vayamos a ellos, siempre presentes en la construcción jurídica de nuestras constituciones para concretar la división de poderes. Los estadounidenses se lo enseñan fácil a los niños: “check and balance” (algo así como control y balance) que ejemplifican prácticamente: “el presidente puede vetar una ley aprobada por el Congreso, pero dos tercios de los votos de los legisladores pueden levantar ese veto.
El asunto, en esta teoría perfecta, es cómo lograr que la separación de poderes —defensa ante la voluntad del mandón— no entorpezca el trabajo de la administración, la tarea legislativa o la aplicación de la justicia. Ahí cobra importancia el sistema de gobierno y la arquitectura constitucional que lo define.
José Batlle y Ordóñez proponía el colegiado para garantizar el fin del caudillismo: “por nuestra Constitución de 1830, estábamos constantemente expuestos a que la suerte nos deparara un presidente de malas intenciones y con la suma de facultades realmente extraordinarias que le otorga nuestra Carta Fundamental, se llevara todo por delante, arrasara con las instituciones y sumiera al país en la más negra de la dictaduras.”
Desgraciadamente el Colegiado —paradigma de la democracia Suiza— nunca terminó de asentarse en nuestro país. Una oportunidad perdida, tal vez, en otra época. Pero la filosofía detrás de la idea sigue vigente, sin discusión.
Volvamos a nuestro tiempo. La Constitución vigente no dio en el clavo para organizar el gobierno, conservar un sistema de partidos saludables y fomentar, o al menos amparar, la negociación entre nuestras colectividades políticas. El balotaje crea una falsa división de fuerzas entre el presidente, con más de 50 por ciento de los votos, y el poder legislativo siempre fraccionado, sin mayoría reales.
No nos dejemos engañar por el dominio parlamentario que tuvo el Frente Amplio durante quince años. Manejar sus divisiones internas fue parte del juego y la inefectividad que se le enrostra por lo que pudo y no hizo tiene causa en las lógicas partidarias internas. Se podría decir lo mismo de la coalición que nos gobierna, cuyas diferencias a la intemperie desnudaron dificultades importantes a la hora de lograr consensos.
La multitud de partidos o sectores que aspiran a ser cabeza de ratón son una constante en Latinoamérica. Brasil es botón de muestra, uno que, además, explica las razones por las cuales el presidente es conminado a acuerdos logrados con métodos que envilecen el sistema. El “mensalao” exime de mayor comentario.
Si bien Uruguay no ha tenido que servirse de un esquema de corrupción para gobernar, sí se acostumbró a que el presidente de turno se convierta en fuerza articuladora de acuerdos hacia adentro y afuera de los sectores que lo apoyan. Los resultados no son los mejores ya que al interior de sus fuerzas se desdibujan acuerdos previos, las cosas se hacen a medias, el perfil de los partidos se difumina y, en el peor de los casos, la ineficiencia gana al gobierno. Al mismo tiempo, el relacionamiento con las fuerzas opositores se tensa más y mas.
Además, los acuerdos logrados muchas veces no llegan o no son percibidos por el colectivo con la visibilidad y transparencia que corresponde, lo que termina erosionando la esencial credibilidad en el sistema.
La negociación en política no sólo es necesaria, es encomiable. Gobernar es el arte de lo posible y acordar es un esfuerzo que debería destacarse, no ser condenado. Por lo pronto, en épocas donde pareciera que el mundo es blanco o negro, un sistema que muestre sin ambages que la convivencia es posible, es muy buen (y real) mensaje a la población.
Lograr coaliciones verdaderamente programáticas también es un paso hacia la evolución del pensamiento, impulsando las acciones de gobierno y dejando de lado la emoción que conforma a la tribuna en medio de la grita inconducente.
Deberíamos visitar la idea del parlamentarismo.