Hace año y medio, una desdichada campaña de un gobierno regional vecino animaba a dejar propina a los empleados de hostelería. El vídeo promocional, pagado con dinero público, pedía «volver a hacer sonar las campanas de nuestros bares» para que los profesionales del sector pudieran cumplir «sus pequeños sueños e ilusiones». Dicho en otros términos, de lo que se trataba era de que los clientes completaran el raquítico salario del camarero para que éste pudiera hacerle un regalo de cumpleaños a su pareja. Obvio: el ejemplo procede del mismo infausto vídeo.
La propina es insoportablemente clasista y perpetúa una costumbre que, a mi juicio, debería desterrarse. Sólo la tradición la normaliza, como durante tantos años existió el aguinaldo navideño que se pedía de puerta en puerta. En todos los casos, las mismas circunstancias: trabajadores del sector servicios escasamente remunerados cuyo fin de mes depende de la libre generosidad del cliente. ¡Si se tratase de funcionarios, sería delito! Por eso, la propina no es realmente una forma de agradecimiento por un servicio que debería ser siempre correcto, sino un inconsciente gesto de superioridad que somete a quien lo recibe, confiando en recibir de él un trato preferente. Quien quede satisfecho, que vuelva y recomiende.
Los trabajadores no merecen depender de benefactores más o menos interesados. A lo que aspiran es a lograr buenas condiciones laborales. No necesitan un empujoncito con dinero que no cotiza —ni a Hacienda, ni a la Seguridad Social— y cuyo reparto puede ser motivo de conflicto entre compañeros. Lo que realmente quieren es contar con un salario justo que les permita vivir con dignidad y con unos horarios que se cumplan. Si al empresario no le salen las cuentas para pagar un sueldo razonable a sus trabajadores, que añada a sus precios las monedas que el camarero confía que le dejen en el plato. El cliente los pagará con gusto, sabiendo a qué se deben y cuál será su destino.
Gran parte de nuestros jóvenes comienzan su vida laboral tras una barra. En ciudades como Salamanca, las oportunidades de que así sea son muchas. Sin embargo, en estas mismas páginas se informaba hace días que, antes de cumplir los treinta, la mitad de ellos abandona la provincia en busca de mejores oportunidades. En quince años, uno de cada cinco salmantinos vivirá solo. Aunque sea una exigencia constitucional, la justicia social está hoy en entredicho. Seguiré dejando propina, pero espero que algún día pueda dejar de hacerlo.