Teresa Sánchez de Cepeda Dávila y Ahumada murió en la madrugada del 4 al 15 de octubre de 1582. El azar quiso que el calendario gregoriano rigiera a partir de esa noche. Más de cuatro siglos después, el cuerpo de la santa andariega, fundadora de tantos conventos bajo la austera regla de su reforma, parece no haber hecho méritos suficientes para ser acreedora del reposo eterno. Enterrada en La Asunción de Alba de Tormes, a los pocos meses abrieron su ataúd para ver si permanecía incorrupta. Jerónimo Gracián le cortó la mano derecha para enviarla al convento carmelita de Lisboa, no sin antes quedarse con el dedo meñique. Tiempo después, el claustro de Ávila forzó que allí se trasladara el cuerpo, quedándose el de Alba con el brazo izquierdo como compensación. Al poco fue reintegrado a la Villa Ducal por mandato papal. Quizá buscando huellas de la transverberación, se dice que una fervorosa hermana lega arrancó de los restos el corazón, que hoy también se conserva en el convento de La Asunción.
La contrarreforma de Trento potenció la necrófila afición por las reliquias. ¡Más de siete mil reunió Felipe II en El Escorial! Santa Teresa –o lo que de ella quedaba– fue repartida por varios países, desprendiéndole un pie, la mandíbula, un ojo, la tráquea, las clavículas, una costilla, varios trozos de carne y todas las piezas dentales. La mano derecha fue de Lisboa a Ronda, y de allí al Palacio del Pardo, donde un devoto dictador la instaló en su dormitorio –y grabó en el relicario la Laureada de San Fernando–, hasta que su viuda la reintegró a Ronda.
Según la doctrina católica, la séptima y última obra corporal de misericordia consiste en enterrar a los muertos. El catecismo condena la instrumentalización de los cadáveres, y sus comentaristas nos recuerdan que la costumbre de inhumar los cuerpos se basa sobre la necesidad de que descansen en paz en el cementerio, aun hechos cenizas, hasta el día de la parusía.
Vagamunda e inquieta hasta el fin de su vida, los restos mortales de santa Teresa se ven perturbados de nuevo en Alba de Tormes, permisos canónicos mediante, con la excusa de conocer detalladamente el estado de su cuerpo, su corazón, su brazo izquierdo y su mano derecha, recién llegada de Ronda, donde cuatro monjas luchan por mantener abierto su convento. Quieren saber si siguen tan bien como en 1914. Qué afición por remover a los muertos de su tumba. Qué apego por la carne y por el hueso, revestido de tanta prédica trascendente. Polvo eres… y en reliquia te convertirás.