Durante este período de gobierno, el anterior, y el anterior, y vaya uno a saber cuántos anteriores se podrían traer a colación, hubo casos de corrupción. Algunos políticos que participaron en esos casos fueron denunciados, otros fotografiados de frente y perfil, no faltaron los condenados y existieron los sobreseídos. También se agregan a los anteriores los señalados como posible perpetradores de delitos que nada tienen que ver con la Administración Pública. . . en fin, si los políticos representan a todo el pueblo, no debería sorprendernos que algunos de ellos encarnen a quienes viven fuera de la ley, aunque éstos últimos no los hayan votado.
Se podría decir que lo anterior es la comprobación fáctica de que “el hombre es hombre” (y la mujer, mujer) y que en tanto seres humanos, los políticos no son perfectos —ni los ciudadanos que los eligen. Y una perogrullada es admitir, también, que esto que ocurre en Uruguay no nos es exclusivo, puesto que no ha de haber en la Tierra país libre de corrupción o de contar con políticos que hayan delinquido.
No vamos a entrar en la tragedia que encarna el convencimiento popular que justifica y admite y termina promoviendo cualquier acto de corrupción: “que robe y deje robar”, “rouba mas faz”, que es la contra cara del asunto, esto es, la la pérdida de la vergüenza en tanto colectivo, justificando —muchas veces ideológicamente— el voto ciudadano. No este análisis va dirigido al político cuestionado.
Los últimos meses han sido abundantes en ejemplos de estos últimos políticos así como de que sí existen algunas diferencias entre nuestro país y el resto del mundo en lo que hace no ya a la reacción de la ciudadanía respecto a los casos que anotamos, sino en lo que tiene que ver con la reacción del señalado o acusado.
La negativa, o la contra acusación han estado a la orden del día en estos últimos tiempos. Es decir, aquellos a quienes se le ha descubierto algún acto que compromete la transparencia de sus gestión o la comisión de un delito han optado siempre por echar mano al tornillo o al adhesivo. Y hasta los que acabaron renunciando lo han hecho luego de un recorrido por el espectro político para saber si se quedaban o si, definitivamente, les habían “soltado la mano”.
Claramente, no es cuestión de Partidos, ni, dentro de estos, de sectores. Sin temor a equivocarnos podríamos afirmar que el acto reflejo ha pasado por tópicos como “no tengo nada que esconder”, “mi conducta se adecuó a la ley”, “actué dentro de mis prerrogativas” y otras frases de ese tenor. Lo más gracioso, si no fuera tragicómico, es que pocos, los menos, o ninguno, han negado a rajatabla su accionar. Y aquí está el nudo del asunto.
Porque el nudo del asunto es que los políticos, así como no tienen que robar o dejar robar, o no tienen que robar para hacer, están llamados a intervenir en la cosa pública, y esta exige un grado más alto que la mera adecuación a la norma, la acción dentro de las prerrogativa o la ausencia de delito. La cosa pública implica la ética que deseamos ver en nuestros progenitores, perfectos a nuestros ojos y los ojos del mundo, justos, transparentes. Que no den lugar a reproche de algún tipo.
La naturaleza humana es imperfecta, somos vulnerables y débiles, lo sabemos. Por eso en tanto personas hasta podríamos perdonar y conmiserarnos de quien sucumbe. Pero lo último necesita un paso previo de la otra parte: su renuncia inmediata, en horas, como hay tantos ejemplos en sociedades que tienen una sensibilidad más alta que la nuestra para que el deber ser sea.
Que una cosa es actuar para adecuarse a la norma y otra es que la moral nos diga cuándo no debemos actuar. Es que la mujer del Cesar no sólo ha de serlo, sino parecerlo. Y el Cesar parecerlo y serlo.
Nos ahorraríamos algunos espectáculos lamentables que, en definitiva, terminan coadyuvando a la pauperización cultural de nuestra sociedad.