La vicepresidenta Carolina Cosse dijo estar en desacuerdo con otorgar la prisión domiciliaria a las personas condenadas por delitos cometidos durante la última dictadura, tal como plantean dos proyectos de ley presentados en los últimos días.
“Si usted me pregunta mi opinión personal sobre el tema de las personas que están privadas de libertad por haber cometido crímenes de lesa humanidad, mi posición es que eso debe permanecer así”, afirmó Cosse en rueda de prensa.
“En una democracia nos educamos entre todos”, planteó la vicepresidenta y cuestionó con esto el mensaje que se transmite a las futuras generaciones. “¿Qué mensaje estaríamos dando si decimos que si alguien comete hoy un delito de lesa humanidad no va a recibir lo que la ley diga que tiene que recibir?”
En Uruguay se ha implantado una curiosa pedagogía cívica. No aparece en los manuales escolares ni en los programas oficiales, pero se repite con convicción en conferencias de prensa: la cárcel como mensaje. No como sanción proporcional ni como herramienta de rehabilitación, sino como símbolo. Un símbolo que, casualmente, siempre apunta en la misma dirección.
Cuando nuestra vicepresidenta, Carolina Cosse, afirma que no corresponde conceder la prisión domiciliaria porque hay que “educar en democracia” y no dar señales equivocadas a las futuras generaciones, el argumento parece irrefutable. ¿Quién podría oponerse a la democracia? ¿Quién se animaría a cuestionar lo que se enseña a los niños?
El problema es que, detrás de esa formulación amable, se esconde una idea menos noble: usar el encierro como escarmiento ejemplar, no como instituto jurídico.
La pregunta que se desliza es engañosa: ¿qué mensaje damos si alguien que comete delitos gravísimos no recibe lo que la ley dispone?
Suena razonable. Pero no es el caso que se discute.
No hablamos de alguien que hoy comete un crimen. Hablamos de personas condenadas por hechos ocurridos hace medio siglo, hoy con 75, 80 o más años, muchas con enfermedades graves, sin capacidad de reincidencia y sin posibilidad real de rehabilitación.
La discusión no es moral. Es constitucional. Y ahí el argumento pedagógico empieza a hacer agua.
El artículo 26 de la Constitución uruguaya no deja lugar a dudas:
las cárceles no son para el castigo, sino para la seguridad y la rehabilitación.
Un hombre de 80 años no necesita ser neutralizado.
Y no puede ser rehabilitado.
Mantenerlo preso no protege a la sociedad ni reeduca a nadie. Cumple otra función: castigar simbólicamente, mostrar firmeza ideológica, tranquilizar conciencias políticas. No es justicia; es puesta en escena.
Uruguay no tiene cadena perpetua.
Pero para ciertos ciudadanos, la aplica, de hecho, con la delicadeza adicional de no admitirlo.
El caso del general retirado Miguel Dalmao condensa esta política con crudeza. No fue un jerarca del régimen ni el diseñador del aparato represivo. Fue condenado décadas después por hechos ocurridos en 1974 y murió en prisión, octogenario, sin haber accedido a la prisión domiciliaria.
Conviene decirlo con todas las letras, porque la frase explica más que cualquier conferencia:
Dalmao murió preso porque el Estado uruguayo decidió que, en ciertos casos, la cárcel debía funcionar como castigo simbólico y no como instrumento de rehabilitación.
No murió preso por peligro social.
No murió preso por riesgo de reincidencia.
Murió preso por lo que representaba.
Mientras tanto, el país integró plenamente al sistema político a quienes participaron en organizaciones armadas responsables de secuestros, atentados y asesinatos. Esos crímenes sí fueron amnistiados, absorbidos, relativizados y, con el tiempo, convertidos en épica.
José Mujica no fue utilizado como “mensaje” para futuras generaciones.
Fue senador, ministro y presidente.
Nadie sugirió que su pasado debía “permanecer así” para educar a los niños. Nadie habló de señales equivocadas. Nadie reclamó castigo permanente.
La pedagogía punitiva, evidentemente, no es universal.
El Frente Amplio suele refugiarse en la independencia judicial. Formalmente tiene razón: no hay órdenes escritas ni decretos explícitos. Pero sería ingenuo negar la presión política y simbólica ejercida durante años sobre jueces y fiscales.
El mensaje fue claro y persistente:
no aflojar, no humanizar, no matizar.
Que la condena sea máxima.
Y si el condenado muere en prisión, el símbolo queda completo.
En ese contexto, conceder prisión domiciliaria a un exmilitar anciano no es una decisión neutra: es exponerse al señalamiento público. Eso condiciona. Y lo hace de manera profundamente inmoral.
El Frente Amplio habla de democracia, pero practica castigo selectivo.
Invoca los derechos humanos, pero los administra según la identidad política.
Cita la Constitución, pero ignora su espíritu cuando incomoda.
La cárcel no puede ser una herramienta de venganza tardía ni un cartel moral para tranquilizar conciencias. Cuando lo es, deja de ser justicia y pasa a ser escarmiento ideológico.
Y eso, por más que se explique con un tono didáctico y apelando a los niños, no educa en democracia.
Educa en otra cosa.

