La conquista del derecho al voto es vista —ya casi con con mirada mitológica— como una de las grandes conquistas para que las mujeres se acerquen a una igualdad que no debería ser objeto de discusión. En realidad, se puede coincidir en ello, no obstante, abundan otras consideraciones.
Es posible argüir que el derecho político por excelencia, el que le permitió a las mujeres llevar a las posiciones más encumbradas a los representantes del pueblo, puede ser visto como un hito a la aproximación a la equidad. Y es admisible sostener —en teoría— que las mujeres votando están en posición de abrir otros nuevos espacios que las coloquen en pie de igualdad. Es posible argüirlo, pero no sería ni correcto, ni justo.
Así, recientes declaraciones de la directora del Instituto Nacional de las Mujeres, nos abofetea con la realidad: “Dentro de los funcionarios en los cargos más altos de responsabilidad política, el 80 por ciento son hombres y el 20 por ciento son mujeres”. Y ni qué hablar de las bancas en las Cámaras o los puestos en el Gabinete.
Entonces resulta claro que con el voto de la mujer —que en Uruguay existe hace ya casi un siglo— no ha sido suficiente para emparejar las cosas. En las estructuras de poder es notorio el predominio masculino lo cual no escapa a los partidos políticos que son, en definitiva las herramientas a partir del las cuales se producen los cambios. El propio Presidente de la República lo recordaba apenas días atrás, cuando hacía una crítica en ese sentido a su propia colectividad.
El problema, entonces, no es el voto. El tema, aquí, son las votantes. Esto es, todas las mujeres que a pesar de los avances hacia la paridad, tanto nacional como universal, continúan inmersas es las condiciones limitantes que les impide desarrollar su potencial desde los posiciones a las cuales no han llegado.
Y conste que en Uruguay se han dado acciones afirmativas —tanto legales como de autorregulación puntual— para hacer asequible la llegada de las mujeres a los escaños parlamentarios o la integración de fórmulas presidenciales. No obstante, a todas luces, los esfuerzos van a mitad de camino.
Tal vez porque tales acciones no han sido implementadas debidamente en la práctica, o porque directamente no existen en los sectores público y privado, es que la situación resulta tan contundente. La sola mención del infame 80 por ciento masculino contra el 20 por ciento femenino en los cargos de mayor responsabilidad política exime de mayores explicaciones y pide a gritos mejores políticas públicas.
El problema son las votantes.
Las votantes como consecuencia, no como causa: Las votantes que nunca han sido electas presidente, cuando los votantes sí. Las votantes que son menos parlamentarias que los votantes. Las votantes que son menos ministras que los votantes. Las votantes que ocupan el 20 por ciento de los cargos de responsabilidad política, en tanto los votantes se llevan en 80 por ciento restante.
Las votantes que, antes que serlo, son mujeres. Que en Uruguay son más que los hombres y cuyas condiciones, cuando hablamos de acceso a ciertos cargos, a la paga y a sufrir la violencia —entre otras situaciones de discriminación— las hacen sufrir más que los hombres.
El 8 de marzo, cada 8 de marzo, hasta que en los restantes 364 días del año no se logre la igualdad a la que es necesario llegar, vale la pena darle sentido al Día Internacional de la Mujer, darle pensamiento a la vastedad de lo que queda por hacer.