No, no es que tenga nada a favor del nuevo presidente argentino, más bien todo lo contrario.
Así que mi Milei, o mi Bolsonaro, o mi Bukele, por un lado y por el otro mi Petro, mi Maduro, mi Ortega, se los regalo a otros. A quienes los adoptan sin un mínimo de sentido crítico.
Es decir, se los dejo a quienes saben en qué silla se sientan y opinan sólo reconociendo desde el lugar en que lo hacen, ignorando, las mayoría de las veces ex profeso al lugar donde van. . . y llegan.
Para que se entienda, que hubiese ganado Sergio Masa me habría resultado una estafa al sentido común. Por más que se quiera justificar su elección en los peligros, exabruptos, excentricidades o verdaderas ideas fuerza de Milei, no creo que haya un pensamiento profundo que pueda pasar por alto los desastres de su gestión al frente del ministerio de Economía. Y ello ya es descalificatorio. O sea, nunca habría sido mi Masa.
Del mismo modo, las propuestas de Milei, su encare incendiario, su posicionamiento en tanto imagen de candidato resultaban suficientes como para generar un rechazo in limine. Me disculpan, pero para mi un fulano que anda corriendo con una motosierra en la mano como forma de trasmitir ideas o emociones, me es suficiente para definir límites. En pocas palabras: no hay forma de que fuese mi Milei.
Dicho lo anterior, no encuentro forma —seria, quiero decir— que me hubiese permitido alegrarme o sentir el mínimo atisbo de satisfacción ante la elección de un candidato u de otro. Primero, porque no estamos hablando de mi país. Y si bien tengo afectos profundos en Argentina, no me siento tan compenetrado con su realidad como para que su presidente me provoque alegría. Preocupación, si. Preocupación es otra cosa: corresponde por el solo hecho de saber que en este mundo global, lo que se haga en un lado, impacta en otro. Y si estamos hablando de un socio del Mercosur, no hay manera de desentenderse.
No entiendo, entonces, porque en Uruguay hubo una especie de abrazo de algarabía a Milei, departe de algunos. O de condolencia a Massa, por parte de otros. Salvo que los sentimientos fuesen una extensión de los deseos y apoyo de los políticos uruguayos (que bien hubiesen hecho en no manifestar un grado de preferencia tal que parecieron electores) la verdad, no lo entiendo.
Sin ambages: eran dos candidatos patéticos. Y más allá que uno se pusiera la ropa del progresismo y el otro la del liberalismo económico, convengamos que eran malos candidatos. Que no estaban a la altura. Ver los debates en que participaron me exime de mayores comentarios. Pero volvamos al principio. ¿Qué justifica el embanderamiento, con el candidato —el que sea—y las disputas que despertó la defensa o ataque a uno u otro de ellos?
La pregunta, no tiene muchas respuestas lógicas, salvo una:, lamentable: la identificación vernácula respondió a la ideología de los candidatos. No otra fue la razón tras la algarabía o el mal humor. Y eso es, por decir lo menos, peligroso.
Porque viene a demostrar la liviandad con la cual se percibe el mundo y sus aconteceros. Resulta que si el candidato del peronismo hubiese sido una heladera —no me digan que la teoría de la heladera no es harto demostrativa— y el de la oposición un lavarropas —ídem, para el caso— habría sido lo mismo. La cuestión es el sentido de pertenencia, que parece estar más afianzado que el sentido de la razón.
Y porque no hay zona de confort más fuerte que aquella a la cual queremos pertenecer, pedir que desde ahí ejercitemos el sentido crítico, sería como pedirle peras al olmo.
Si este caso de mi Milei y mi Masa es demostrativo de por donde pasan las cosas en muchas de las discusiones políticas del Uruguay, lo único mío que siento, de veras, es mi tristeza.