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Editor responsable: Rafael Franzini Batlle
sábado, diciembre 20, 2025

Me mienten, luego existo

El asesinato de Charlie Kirk desató en Estados Unidos una tormenta perfecta de rumores, montajes y teorías conspirativas. Esto se ha convertido en el libreto habitual de la política actual, donde la verdad es rehén de los prejuicios y la pertenencia tribal. Lo ocurrido obedece a una tendencia global: la polarización convierte cada hecho en munición para confirmar lo que ya pensamos. Las redes incitan y premian el enojo y los adversarios autoritarios explotan la grieta con pericia quirúrgica . El resultado es una sociedad que alucina con convicción moral, y unos medios periodísticos tradicionales a la defensiva, atrapados entre la urgencia y la sospecha.

Empecemos por lo obvio: tendencias políticas vs. prejuicios políticos. La discusión pública ya no se organiza en torno a evidencias sino a reflejos condicionados. Ante un hecho violento, la pregunta honesta (“¿qué pasó?”) es reemplazada por la pregunta identitaria (“¿cómo sirve a los míos?”). En el caso de Kirk, una parte del progresismo se apuró a afirmar que el asesino era “ultra-MAGA”. Los  sectores conservadores, denunciaban que era un militante socialista. La verdad, todavía borrosa, importó menos que el alivio psicológico de ver al “otro” como culpable. El ciclo comienza con una sospecha que se convierte en una versión conveniente y luego se viraliza. Después viene la desmentida tardía que ya no compite.  El prejuicio político coloniza la tendencia: la versión que confirma mis intuiciones corre con ventaja, aunque sea falsa.

De ahí se desprende el autoengaño social. No se trata solo de que nos mientan; nos gusta que nos mientan cuando la mentira respalda nuestras certezas. El sesgo de confirmación es la gasolina que alimenta el proceso. Una foto trucada o un video fuera de contexto adquiere “validación comunitaria”. No es que la evidencia sea sólida, es que muchos iguales a mí la repiten. Esa repetición actúa como certificado de autenticación. Cuando luego aparece la verificación, llega a destiempo y a menor escala. El daño (reputacional, emocional, político) ya está hecho.

Este proceso ocurre, además, en medio de una crisis de credibilidad de los medios tradicionales. Parte de la ciudadanía los percibe como actores con agenda y ya no como árbitros imperfectos pero necesarios. Los errores —inevitables bajo presión— se convierten en “prueba” de mala fe; las rectificaciones, en síntomas de encubrimiento. Esa erosión abre un espacio que ocupan “creadores” sin estándares editoriales, portales militantes y cuentas anónimas que imitan el formato periodístico sin sus responsabilidades. El periodismo serio paga así un doble precio: llega tarde (porque verifica) y es sospechado (porque rectifica). Pero sin ese oficio —con sus firmas, editores y pruebas— la plaza pública queda a merced del rumor.

En este caldo de cultivo, los regímenes autoritarios han perfeccionado una táctica vieja con herramientas nuevas. Antes mentían para ocultar la realidad a sus propios pueblos; hoy exportan mentiras a las democracias para deformar la nuestra. Amplifican la peor versión de nosotros: violencia, caos, odio identitario. Lo hacen barato, rápido y con impacto. Con bots que inflan consignas, medios estatales en varios idiomas, cuentas “patrióticas” que siembran sospechas calculadas. Ganancias claras: debilitar la confianza en instituciones, promover el cinismo (“todos mienten”), justificar su propio control interno y erosionar el prestigio del modelo democrático.

Resulta incomoda la receptividad de muchos progresistas a narrativas totalitarias cuando estas se alinean con su antipatía hacia Estados Unidos, Israel o el capitalismo occidental. Por rechazo a un adversario, se termina replicando —a veces sin saberlo— el marco propagandístico de Moscú, Pekín o Teherán. No es patrimonio exclusivo de la izquierda, la derecha tiene sus equivalentes. Pero señalar este punto importa porque el progresismo suele reclamar para sí la superioridad moral de la verdad y los derechos humanos. No se puede defender la justicia social sobre cimientos de propaganda ajena.

La mentira organizada es, hoy, un arma maldita: envenena la convivencia democrática y degrada la noción misma de verdad. No hay progreso posible en tierras regadas por la falsedad. La política debe volver a disputar con ideas, no con etiquetas. Los ciudadanos, a desconfiar de sus propias certezas cómodas; los medios, a ganarse todos los días el derecho a ser creídos. La democracia no muere por una bala ni por un tuit aislado: muere cuando renunciamos a la verdad compartida. No demos ese paso hacia el abismo.

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