El juicio y, por su puesto, la declaración de culpabilidad del expresidente estadounidense Donald Trump han sido objeto de extensas crónicas en el país del norte y en todo el mundo. El solo hecho de que el condenado por la justicia del estado de Nueva York sea un exmandatario justifica la atención al tema. Pero si a eso agregamos que Trump es el candidato del Partido Republicano para disputar la primera magistratura del país —con posibilidades ciertas de ganarla— dicha atención resulta ineludible.
Conocido el fallo del jurado, ciertamente, pierden trascendencia los principales testimonios de la acusación, la actriz porno Stephanie Clifford (Stormy Daniels) y el del exabogado de Trump, ahora trumpista arrepentido, Michael Cohen. También resultan irrelevantes el histrionismo del expresidente en la Corte, así como sus bravatas. Hasta el affaire mismo —un hecho que décadas atrás constituiría una tacha inexcusable para los candidatos estadounidenses— perdió importancia.
Como no es cosa de todos los días la posibilidad de que un convicto pueda ser electo presidente, los medios de comunicación norteamericanos han subrayado las contradicciones o las lagunas de la legislación estadounidense en un caso como el que nos ocupa ( aunque Trump no pueda votar por tener ese derecho suspendido, la ciudadanía si lo puede elegir presidente) . Además , han destacado la falta de jurisprudencia —que en Estados Unidos es fuente de derecho— en caso de existir un contradictorio sobre el alcance de una condena penal como factor inhibitorio del ejercicio de la presidencia.
Este último punto adquiere una importancia legal y política por demás particular. En lo que hace a la ley, recuerdese, el rol clave de la Suprema Corte cuando un cuarto de siglo atrás la misma dirimió la cuestión sobre quien presidiría el país, Al Gore o George W. Bush. En lo que hace a la política, es de notar como el fallo fue aceptado por las partes en pugna y por la ciudadanía.
Sin embargo, sin bien el pasado jueves resultó patente que hasta los más poderosos pueden sucumbir ante el fallo de la justicia, la percepción sobre las decisiones judiciales ya no es la que solía ser. Y como el descrédito es grande, la República sufre.
Apenas conocido el fallo Trump calificó el juicio como una desgracia, y aseguró que el caso estaba orquestado. Además, no vaciló en afirmar que la verdadera justicia se haría el próximo 5 de noviembre, en las urnas. Obviamente, dar la idea de sustituir la justicia por el veredicto popular no ayuda a contener la degradación de la República. Sobre todo si como resultado de un país bipolar, en un mundo cada día más maniqueo, las mediciones de opinión pública revelan que la condena al expresidente no le haría perder votantes republicanos, sino que estos reafirmarían su decisión.
Para peor, esta tendencia de desconfianza hacia el Poder Judicial—cuando no descalificación— no es exclusividad de una determinada corriente de opinión. La disconformidad y el menosprecio a las decisiones judiciales cuando les son desfavorables a las distintas ideologías o partidos, ya son habituales.
Bajando al sur, Uruguay no está exento de sentimientos de descrédito como los que se han registrado en el norte. Transitar por las redes sociales muestra sin cortapisas como en nuestro país cuando se trata de juicios a políticos, los resultados resultan convincentes según se adecuen a una ideología, asumiéndose injustos o arbitrarios por quienes profesan la contraria.
Para no ir más lejos, hace pocos días, la eventualidad de una injerencia en el sistema judicial pareció afectar sólo a una corriente política y ser casi disimulada por la otra. Algo que, haciendo memoria, tuvo su viceversa no mucho tiempo atrás cuando gobierno y oposición ocupaban el uno el lugar del otro.
Mientras tanto, proponemos una interrogante en defensa de la República.
La pregunta es —y cualquier respuesta seguramente será muy mala— ¿en qué creen los que no creen en la Justicia?