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Editor responsable: Rafael Franzini Batlle
sábado, diciembre 20, 2025

Libertad y soberanía como coartadas

El enfrentamiento comercial entre Estados Unidos y Brasil esta semana no es solo un problema de tarifas: es un espectáculo político costoso, con dos líderes populistas dispuestos a sacrificar diplomacia y estabilidad económica para consolidar apoyo interno.

Trump encendió la chispa con un arancel del 50% a las importaciones brasileñas, justificándolo como defensa de la “libertad de expresión” y lo que calificó como una “cacería de brujas” contra Bolsonaro. En su carta oficial acusó al Supremo Tribunal Federal de Brasil de emitir órdenes “secretas e ilegales” a redes sociales estadounidenses. Según su lógica, un juicio local contra Bolsonaro se convierte en amenaza global para los derechos humanos.

Pero detrás de esa retórica se esconde una forma de presión diplomática presentada como defensa de valores universales. No hay tropas ni invasiones, pero sí aranceles como herramienta de intervención. La política comercial, que debería fomentar el desarrollo, se transforma así en un instrumento de intimidación y cálculo electoral.

Trump demuestra habilidad para moldear principios universales a su conveniencia. Su carta no solo respalda abiertamente a Bolsonaro, sino que convierte la “libertad de expresión” en una coartada moral para castigar económicamente a Brasil. En la práctica, su mensaje es claro: defender la libertad significa sancionar a quien se atreva a investigar a sus aliados. Es una forma de proteger políticamente a Bolsonaro mientras se construye un discurso pomposo para consumo interno.

Esta estrategia no es inofensiva. Destruye la confianza en Estados Unidos como socio comercial confiable, legitima el uso del comercio como herramienta de castigo y lanza un mensaje inquietante al resto del mundo sobre el nuevo costo de disentir con Washington.

Por su parte, Lula respondió con dureza y retórica nacionalista: anunció tarifas espejo, denunció el “chantaje yanqui” y prometió llevar el caso a la OMC. Defender la soberanía judicial es legítimo; ningún país debería tolerar presiones externas sobre sus procesos internos. Pero la respuesta de Lula también es política, diseñada para movilizar a su base y reforzar su imagen de líder firme y antiimperialista.

Ese nacionalismo económico puede sonar patriótico en los discursos, pero implica riesgos concretos: encarecer alimentos, destruir empleos y ahuyentar inversiones. Brasil ya vivió experiencias similares en el pasado —¿quién no recuerda el fracaso de los llamados “Campeones Nacionales”?— que afectaron su competitividad y bienestar.

El choque entre Trump y Lula también expone tensiones dentro del bloque BRICS. Brasil se presenta como defensor de un orden multipolar que rechaza el imperialismo económico, pero al mismo tiempo mantiene lazos comerciales profundos con China, un socio que tampoco se distingue por respetar la libertad de expresión o la soberanía tecnológica de sus aliados. Esa predica antiimperialista funciona como bandera política, pero también oculta dependencias estratégicas y silencios incómodos.

Trump, por su parte, reniega de cualquier esquema multilateral. Desprecia la OMC y las normas internacionales diseñadas para evitar que el comercio se convierta en un arma de castigo. El unilateralismo que critica en sus adversarios es, en realidad, la esencia de su propia estrategia.

El resultado de esta escalada no es solo un conflicto de tarifas: es la confirmación del fracaso de dos estilos políticos que prefieren la intimidación a la negociación, la polarización al diálogo y el interés electoral al bienestar de sus ciudadanos.

Trump se presenta como defensor de la libertad mientras recurre a la coerción económica contra un país soberano. Lula, por su parte, responde con nacionalismo económico que puede terminar empobreciendo a su propia población. Ambos convierten el comercio —una herramienta clave para el desarrollo— en un campo de batalla ideológico.

Y mientras se atrincheran en sus discursos, los consumidores pagarán precios más altos, los productores perderán mercados y el sistema multilateral se debilitará aún más. Es momento de abandonar los extremos y recordar que la diplomacia y el respeto a las reglas no son un lujo, sino condiciones esenciales para la convivencia civilizada. De no hacerlo, no serán solo Brasil y Estados Unidos quienes pierdan: perderemos todos.

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