Uno de los secretos peor guardados de este festejado mes de septiembre es que, en los partidos, existe la voluntad generalizada de dar lugar a una reforma del sistema político. Todo el mundo lo comenta y se susurra que “el acuerdo está prácticamente listo”. Pero debo aclarar: lo que se entiende y se proclama como “reforma al sistema político” es, en realidad, una reforma al sistema de elecciones y constitución de partidos, que impida la proliferación que de éstos existe hoy (21 partidos políticos legalmente constituidos, 9 en proceso de formación) y, específicamente, la proliferación de partidos representados en las dos cámaras del Congreso (19 partidos).
Desde una perspectiva teórica, la proliferación de partidos debería ser el efecto deseado de una democracia efectiva: mostraría la capacidad de la sociedad para ofrecer cauces de expresión política a todos los intereses particulares que en ella pudieran existir. Pero si descendemos de la altura desde la cual es posible tener esa perspectiva teórica y nos situamos en el terrenal plano de la realidad -y en particular de nuestra realidad chilena- el panorama que se ve es otro: muchos entre esa multitud de partidos no expresan más que caudillismos locales o liderazgos que se han visto frustrados en partidos más grandes y buscan fortuna haciendo tienda aparte. Con un sistema que facilita la creación de partidos, la posibilidad de ocurrencia de esta última opción aumenta y con un sistema en el que el Estado financia a los partidos, la existencia de éstos a partir de un rótulo atractivo y un puñado de votos puede llegar a convertirse en una verdadera franquicia económica.
La guinda de esta negativa torta la constituye el obstáculo que esta fragmentación de partidos opone a la acción legislativa, cuando ellos tienen acceso a las cámaras parlamentarias. Un pequeño número de parlamentarios distribuido en muchos partidos puede paralizar la aprobación de un proyecto legislativo que cuenta con un consenso generalizado o, lo que resulta más negativo, condicionar su aprobación a un interés particular. El efecto de estos y otros comportamientos similares suele ser el enlentecimiento de la acción legislativa y la anulación o distorsión de las tendencias mayoritarias en la sociedad.
Las formas de reducir esa fragmentación, más allá de la retórica verbal y escrita, parecen reducirse a tres: aumentar el umbral de votos obtenido en una elección nacional para permitir la existencia legal de un partido, aumentar el número de parlamentarios electos que permitiría esa existencia legal o eliminar los pactos electorales previos a la elección. También podría incluirse en esta selección el aumento del número de militantes exigidos para el registro legal, pero como ese requisito no obraría respecto de los partidos ya existentes, resultaría inútil para el propósito perseguido. Veamos, pues, qué hay con relación a los tres primeros.
La legislación chilena actual establece como condición para mantener la existencia legal de un partido la obtención de una votación de por lo menos 5% en una elección nacional y haber elegido o tener en ejercicio por lo menos cuatro parlamentarios. Esta última condición les permitió mantener su registro (mantenerse con vida), luego de la última elección parlamentaria, a los partidos Demócrata Cristiano, Radical, Liberal, por la Democracia y Comunes (que más tarde fue disuelto por el Servel por otras razones). Si un partido elige menos de cuatro parlamentarios y no alcanza el umbral de 5% de la votación, los parlamentarios electos por ese partido pueden mantener su escaño, aunque como independientes.
En el terreno de los pactos, la Ley establece la posibilidad de hacerlos antes de una elección, con lo que se convierten en pactos electorales y no en pactos políticos de gobierno o legislativos. En la práctica y en la actualidad ese procedimiento permite a un partido pequeño superar los límites que le impone el umbral electoral y el número de parlamentarios electos. Yendo en un pacto, aún con un escaso caudal electoral podría beneficiarse de la derrama que proporciona el sistema de cifra repartidora y elegir parlamentarios que no habrían sido electos de haber ido fuera de ese pacto. Ese es el procedimiento que ha permitido a buena parte de los partidos pequeños permanecer vigentes al asociarse en pacto a partidos con mayor votación, o a un grupo de partidos pequeños “hacerse grandes” por una sola vez al ir todos juntos en un pacto, aunque éste carezca de sentido político o ideológico.
En esas circunstancias, la lógica indica que cualquier reforma al sistema político que busque ser simple y eficaz debería concentrarse en la eliminación de los pactos electorales, pues cualquier aumento de umbrales de votación o de número de parlamentarios electos siempre podrá ser eludido por la vía de estos pactos. La posibilidad de pactos efectivamente políticos (de gobierno o legislativos) podría quedar limitada, después de la elección parlamentaria, a partidos que hayan logrado superar el umbral que hoy está establecido y que ya es bastante riguroso pues, tal como está, dejaría fuera del registro a buena parte de los partidos actualmente existentes.
Pero, y este es otro secreto muy mal guardado, se da el caso que los partidos de mayor votación también pueden beneficiarse de los pactos electorales si logran una adecuada distribución de sus candidatos de modo de beneficiarse de los escasos votos que aportan sus socios pequeños. Un buen ejemplo de ello lo ofreció el Partido Socialista en la anterior elección parlamentaria en la que no obstante obtener sólo un 5,3% de la votación, eligió 13 diputados, esto es el 8,4% de los escaños, ello en virtud de la votación obtenida por el pacto en que participaron (“Nuevo Pacto Social” que integraba, además, a los partidos por la Democracia, Demócrata Cristiano, Radical, Liberal y Ciudadanos).
Así las cosas, si los pactos electorales, principales causantes de la fragmentación de partidos, favorecen a todos los partidos, es bien poco probable que prospere una Reforma que los elimine. Y aquí nos encontramos con un tercer secreto que no es tal: el de que, dado todo lo anterior, lo más probable es que la reforma tan anunciada termine actuando sólo sobre los umbrales de votos y de parlamentarios electos… y estimule así los pactos electorales más tirados de los cabellos que quepa imaginar.
Y de ese modo es posible que arribemos a una situación que pondría de cabeza la conocida fórmula de Adam Smith según la cual, como guiados por una “mano invisible”, actuando individualmente y movidos sólo por su egoísmo, los seres humanos pueden llegar a promover el interés de la sociedad. En nuestro caso, el egoísmo de los partidos -esto es unas manos “bien visibles”- actuando coordinadamente, podría promover una solución que sólo es de su exclusivo interés.