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Llevan con ellos nuestras esperanzas
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Llevan con ellos nuestras esperanzas


(*) Economista y escritor. Ex-subsecretario de economía de Chile y ex-embajador chileno ante España e Italia


Para mí, un país desarrollado es uno en que el crecimiento económico se base en la actividad creativa de emprendedores y se mantenga abierto a las nuevas tecnologías. Uno en que el Estado sea responsable de sus obligaciones, interviniendo para reemplazar a la iniciativa privada en todas las actividades en que ésta no esté en condiciones de hacerlo (algunos lo llaman “Estado subsidiario”); pero también en que el Estado garantice a todos los habitantes derechos fundamentales como personas y como sociedad (algunos lo llaman “Estado social y democrático de derecho”). Un país en que la educación se guíe por un modelo acorde con sus necesidades y reconozca que éstas evolucionan. Un país cuyo sistema de salud sea capaz de cubrir las necesidades de sus habitantes. Un país cuyo sistema político garantice que los errores sean asumidos y reparados por quienes los cometieron. Un país, en suma, en el que sus habitantes sepan hacia dónde marchan y que esa marcha se haga en paz y en buena convivencia.

En Chile, a veces, nos hemos acercado a ese ideal, aunque nunca lo hemos completado. Por ello no somos un país desarrollado. El gobierno de Eduardo Frei Montalva, en la segunda mitad del pasado siglo, sin duda expresó una voluntad de cambios con un norte bien definido. Se basaba en un programa que equilibraba la intervención del Estado con las libertades económicas. Sin embargo, no logró convocar la voluntad mayoritaria de los chilenos: para algunos el daño provocado por medidas como la reforma agraria fue inaceptable y para otros esos mismos cambios fueron insuficientes.

El gobierno de Salvador Allende también tuvo un objetivo perfectamente claro y explícitamente definido en su programa. Un programa en que el Estado era el centro de todo y el motor de la actividad social y económica. Se trataba, sin embargo, de un objetivo que sólo era compartido por la mayoría en la subjetividad de sus autores, pues contó con la feroz oposición de una mayoría social y política real, que nunca claudicó en su decisión de que ese Programa no se realizara.

La dictadura militar tuvo objetivos claros en materias económicas y sociales y, al amparo del ejercicio del poder absoluto, logró llevarlos a la práctica casi en su totalidad. La economía se liberalizó en una medida inédita en el país y el Estado redujo su rol a mínimos. La economía nacional se abrió al mundo y, luego de los tropiezos propios de una transformación así de profunda, logró estabilizar una nueva estructura y cultura económicas. Sin embargo, la ausencia de democracia, la violación de los Derechos Humanos y la sevicia de los represores, impidieron que se granjeara la voluntad mayoritaria de los chilenos, que terminaron rechazándolo.

Los gobiernos de la Concertación de Partidos por la Democracia fueron, hasta cierto punto, una fusión feliz de los logros alcanzados por la dictadura militar en el terreno económico, con el imperio de libertades y democracia. Durante por lo menos dos décadas se mantuvo y aún se intensificó la cultura económica desarrollada en el período anterior, ampliando la apertura económica y reforzando la disciplina fiscal. Se regeneró el clima de inclusión política perdido durante la dictadura y la paz y la buena convivencia fueron la garantía que necesitaban capitales nacionales y extranjeros para instalarse entre nosotros.

Eso se perdió, sin embargo, cuando el equilibrio político de la Concertación se desdibujó en beneficio de la inclusión de fuerzas cada vez más a la izquierda del espectro político.

Lo que siguió fueron gobiernos incapaces de establecer rumbos definidos a sus objetivos, víctimas de la impotencia y aún de la pereza para enfrentar sus obligaciones. Momentos políticos que incluyeron un “estallido social” que algunos analistas intentaron atribuir a problemas estructurales catastróficos y casi apocalípticos.

Sin embargo, las cosas parecen estar cambiando, al grado que luego de la ceremonia de inauguración de los trabajos del Consejo Constitucional, uno debe preguntarse si este es el mismo país que no hace mucho parecía a punto de arder por los cuatro costados y que debió esforzarse por rechazar un proyecto de Constitución simplemente delirante. Esa ceremonia fue presidida por las máximas autoridades de los tres poderes del Estado, con un Presidente de la República cuya entrada fue aplaudida por todos y con la respetuosa entonación del himno nacional también por todos, incluido el representante de los pueblos originarios, antaño fundador de la CAM.

Los discursos que se escucharon apuntaron en una sola dirección. Desde el discurso del Presidente de la República, que pidió que “primaran los acuerdos”, hasta el del presidente eventual del Consejo, Miguel Littin, que pidió a sus colegas que escribieran una Constitución, que pudiera amarse y defenderse y que sirviera de carta de navegación para el futuro, junto con la advertencia de que la historia no perdonaría  “… a quienes se dejen llevar por pasiones, por revanchismos del pasado».

Pero sobre todo los discursos de la presidenta y del vicepresidente del nuevo Consejo. El vicepresidente electo, Aldo Valle, socialista, les recordó a sus colegas que “más importante es la paz que tener la razón” y la presidenta electa, Beatriz Hevia, representante de una fuerza política que podría imponer por sí sola los términos de la nueva Constitución, sin embargo, invitó a los consejeros «a trabajar sin quedarnos pegados en las divisiones del pasado, nuestro rol como consejeros es buscar acuerdos que perduren en el tiempo y superar la polarización actual». Y deseó que «este proceso pueda ser un punto de encuentro para construir en conjunto el futuro del país».

Sabemos que una Constitución no es un programa de Gobierno. Pero también sabemos, porque estuvimos a un tris de perderlo, que una Constitución puede ser el marco que una e impulse a un país en la búsqueda de su camino. Lograrlo o desperdiciar la oportunidad de elaborar ese marco es ahora responsabilidad de los consejeros constitucionales. No nos queda más que desearles suerte y decirles que, en su trabajo, ellos llevan todas nuestras esperanzas.

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