Desde el 7 de octubre el mundo asiste —o recuerda, o revive, con conmiseración— a los resultados diarios del conflicto entre israelíes y palestinos, que, viniendo desde lejos en la historia, no ha podido resolver ni la existencia de la Organización de las Naciones Unidas (si es que ésta no fue parte del problema).
Pretender en no más de seiscientas palabras abarcar los orígenes de la confrontación —que incluye asentamientos milenarios, guerras, diásporas, persecuciones, la evolución de las distintas formas de gobierno, la creación de los estados, el dominio de unos sobre otros y todo lo que se queda en el tintero— sería imposible. Sirva como disculpa que en la evolución de las cosas hoy son los billonarios y sus compañías, los que pujan por conquistar el espacio (entre otras cosas).
Pero la dimensión humana del asunto sí es abarcable en pocas palabras. A nadie le gusta, día y sí y otro también, ver las imágenes del ataque terrorista de Hamás, o los resultados de la respuesta israelí y su incursión a Gaza. A veces con la frecuencia que no nos merecemos, y con la paulatina pérdida de la sensibilidad que debemos reprocharnos.
Porque los muertos se cuentan por decenas de miles, los rehenes tomados por Hamás son sujetos de una tortura diaria por esa sola condición y los heridos y desplazados palestinos viven una situación patética, que debiera doler a toda la humanidad. Nos corregimos y aumentamos el concepto. Todo debería doler a toda la humanidad.
Por eso nos referíamos a la dimensión humana. Porque en estos días sobrevuela la sensación, horrible, de que en este tema también ganó la propuesta bipolar: la angustia de los israelíes y de los palestinos (que no se justifica olvidar ni siquiera por las partes en la confrontación), parecería haber caído en la inclusión o exclusión ideológica.
Y así nos acercamos a la frontera de la barbarie donde hay que “negociar” la crítica al terrorismo o “atemperar” la falta de ayuda humanitaria.
Rechazamos que el ataque de Hamás haya sido realizado por quienes han sido calificados como animales. No, por desgracia no son animales: si lo fueran tendrían disculpas —manda el instinto. No. Son terroristas y, como tales, sus acciones están hasta afuera de las normas de la guerra, que ya es un decir. Y su ánimo, además, está justificado por una excusa profundamente humana: la fe, que es la racionalización de lo irracional.
Son terroristas y quedaron fuera de la escala zoológica en una categorización que es difícil de concebir. No hay reclamo, por justo y valedero que fuere, que justifique ese accionar.
Por el otro lado, tampoco hay justicia o razón valedera para negar u obstaculizar la ayuda humanitaria. Ninguna. La misma se presta a quienes están al borde del colapso, cuando lo único que no se ha perdido es la esperanza. Y oponer circunstancias tácticas a la atención de una comunidad de millones, viene a contradecir la evolución de la especie.
En estos cuarenta días de enfrentamiento, quienes tenemos la suerte de ver las miserias de lejos —muy lejos— debiéramos, sin embargo, ser cautos —muy cautos—. Porque utilizar las miserias de la guerra para dar una lucha ideológica doméstica o para afirmarnos en nuestros credos es, para decir lo menos, un acto de soberbia y de falta de empatía.
Dicho lo anterior, sí parece oportuno que ante tanta desgracia, se asuma una actitud casi preventiva: la de respetar el derecho siempre. Estos momentos extremos son una prueba a la adhesión a las normas en forma universal, que no debe ceder a preferencias o inclinaciones ideológicas, partidarias o religiosas, aunque para ello haya que transitar desde el ámbito internacional al nacional. Que dictadura es dictadura y terrorismo es terrorismo, y que desde hace tiempo debió asumirse la coherencia de no reclamar acá lo que parecería importar un bledo acullá.
Entonces, así como es destacable que Uruguay haya exigido la inclusión de una condena al terrorismo en declaraciones de Naciones Unidas sobre el tema que nos ocupa, sería deseable que sume su voz a la de quienes exigen que las condiciones humanitarias sean contempladas al momento de auxiliar a los civiles de Palestina.
Porque —y esto es bueno tenerlo presente al momento de asumir posiciones sobre el conflicto— Hamás tomó el poder en Gaza por la fuerza, y no se sabe que tenga otra legitimidad que la que le confieren las armas.
Y porque —en la sana coherencia debida— la legitimidad de Israel para defender a su pueblo, no puede sobreponerse a las normas internacionales, aún a las de la guerra, como para no evitar el sufrimiento a aquellos que el Derecho ampara.