En el mundo bipolar que nos toca vivir — el fenómeno no es patrimonio de los uruguayos— los espacios de centro parecen desvanecerse en la efervescencia engañosa de las redes sociales. Sin embargo, según la encuesta publicada por Equipos Consultores el 28 de agosto pasado, la gente, en su inmensa mayoría, se encuentra en el “centro” o, al menos, con un pie en él.
El “centro”, más la “centro derecha” y la “centro izquierda”, suman en Uruguay, el 73%. Es decir, los que se autoperciben dentro de ese espectro de la política —los moderados— son la inmensa mayoría del país. Sin embargo, a la hora de votar, en qué espacio se ubican y, más importante, con quién, o quienes, no les importa estar, es un buen punto de partida para entender la pertinencia de nuestro sistema político.
Si sacamos las cuentas, y forzamos el razonamiento hasta asignarle todos los votos de la “izquierda” y “centroizquierda» al Frente Amplio —cayendo en la simplificación de que las voluntades con signo izquierdista le pertenecen— esa coalición sumaría apenas el 31% del electorado uruguayo.
Por otra parte, si hiciéramos lo propio con la otra coalición —la multicolor, que se viene consolidando como una fuerza política alternativa en Uruguay— y le otorgáramos todos los votos de los que se asumen de “derecha” y “centro derecha”, tendríamos, insisto, en una simplificación mayúscula, que la coalición de gobierno sólo representaría el 30% del espectro político nacional.
Con estos guarismos, los denuestos a la “derecha” y la ignorancia del “centro” desde las fuerzas autoproclamadas de “izquierda” son el mentís más rotundo de la política de nuestro país, aunque, a su vez, una estrategia electoral eficaz. Y aquí no corresponde el viceversa, porque en general desde las distintas colectividades, fracciones y subfracciones que componen la coalición actualmente en el gobierno, sí hay una apelación constante al “centro” (no tanto a la “derecha”, que de tanta machacona demonización, casi que ya no osa decir su nombre).
Obviamente, acá no estoy descubriendo nada nuevo. Pero tengo que confesar que —como a tantos— me sucede que no encuentro mi lugar en la oferta electoral uruguaya. ¿Por qué? Porque en la frontera de mi pensamiento —como a tantos— me rechina entrar en coaliciones integradas por partidos al borde del autoritarismo o justificadores del autoritarismo (que es más o menos lo mismo, en términos del riesgo que unos u otros le imponen a la democracia y a la libertad).
El asunto es desenmarañar si en la arquitectura político partidaria uruguaya el sector de pensamiento mayoritario —el “centro”, esto es, los moderados de los moderados)– y los que le siguen —los moderados, o sea, los “centroderechistas” y los “centroizquierdistas”— tienen quienes los representen, sin caer en coaliciones que albergan a los que, en definitiva, descreen de la democracia e, in extremis, de la libertad.
Cuando en Uruguay se eliminó el doble voto simultáneo a la presidencia de la República—una conquista de la “izquierda”— se quiso evitar la frustración del elector de una colectividad que votando por un candidato determinado finalmente llevara al poder a otro, con distinto perfil o matiz. Pero ahora que las coaliciones se han puesto de moda y terminan por vía oblicua generando la misma frustración, ¿debemos repensar el sistema? Yo creo que si.
Pongamos ejemplos con nombre y apellido porque aún aceptando que pueda ser antipático, resulta más didáctico. Vayamos a las elecciones del 71, y que me perdonen, los más jóvenes, que van a tener que tomar como buena mis apreciaciones sobre lo que puede haber representado la “izquierda” o la “derecha” al interior de los partidos tradicionales, y, los más viejos, si la caracterización es grosso modo . En el partido Colorado tomemos que el “centro -centro derecha” estaba representada por Jorge Batlle, la «centro izquierda” por Manuel Flores Mora, y la “derecha” por Juan Ma. Bordaberry. En el Partido Nacional, “ el “centro y centro izquierda” por Wilson Ferreira, y la “derecha” por Mario Aguerrondo.
Naturalmente, y en el caso de Bordaberry se hizo patente, más de un elector del Partido Colorado se habrá sentido frustrado. Y de haber ganado Aguerrondo, las bases wilsonistas, sin duda se habrían decepcionado.
Ahora, veamos que nos traen las coaliciones, que, de una forma u otra vienen a reemplazar las ulterioridades del doble voto simultáneo, con un agravante: que en el imperante sistema del balotaje, los partidos terminan más y más debilitados ante un presidente que, o fortalece su posición fomentando el personalismo (institucional y político), o termina anulado por las circunstancias “haciendo la plancha” ante una interna que lo apoya mal, o no lo apoya.
La anulación del doble voto simultaneo no necesariamente previene la falta de identificación del elector con el gobernante que su partido termina apoyando, generando, por tanto, su frustración.
Además, la consolidación de coaliciones que operan como una suerte de partido que no son, corren el riesgo de crear unas “zonas de confort ideológico” que en realidad no son originarias y que terminan difuminando lo moderado para dar paso a la visibilidad de las posiciones más radicales, que tampoco representan lo que ese ciudadano quería. Ese elector sólo saldrá de su letargo cuando alguien pateé el tablero muy notoriamente (botón de muestra: Cabildo Abierto apoyando interpelaciones aunque sea pour la galerie, generando la incomodidad de blancos, colorados e independientes).
En fin, y considerando que las redes sociales prohijan las posiciones radicales haciéndole el campo orégano a discutidores energúmenos, las posiciones moderadas se van perdiendo en sus propias peceras políticas, rehenes de los menos, aunque con un falso sentido de pertenencia.
Por eso es que me gustaría un sistema que respete mi voto, transparentando la verdadera acción de mis representantes en el poder. Y, en el reclamo de lo que no tengo, pienso que eso se lograría con un sistema parlamentario donde las alianzas se logran en el marco de un gobierno producto de programas partidarios y no en una pseudo ideología abarcadora, del corte de las “familias ideológicas” que muchos veces no son ni familias, ni ideológicas. Es decir, quisiera acuerdos basados en acciones programáticas sustentadas en una verdadera afinidad política, sin miedo a quedar fuera de la movida por la imposibilidad de lograr consensos dentro de coaliciones mutuamente reaccionarias, de corte caccia tutto, donde todos terminan sin identidad y carácter, como una frittata.