En dos notas de opinión de esta semana, EL DÍA revive un tema tan viejo como actual, la convivencia social en un Estado. Los artículos de Alvaro Briones y David Malowany tocan dos temas absolutamente distintos, es verdad; no obstante, bien que sean leídos, ambos están inspirados por, y dirigidos a, el comportamiento social en la disidencia —y hasta en el quiebre de las normas de derecho— y el papel de los líderes políticos.
Vale la pena invertir veinte minutos —cuarenta, si se les lee dos veces para aprehender su sustancia totalmente— y disfrutarlos. Y, en estos tiempos de blanco y negro, de ustedes o nosotros, de descalificación y cancelación, ir hasta el hueso en lo que ambos nos trasmiten.
Briones celebra la actitud de un joven político, nada más y nada menos que el presidente de su país —Chile— ante la muerte de otro, veterano, en la edad en que los seres humanos comienzan el ocaso del cual no se vuelve, nada más y nada menos que otro presidente chileno. Por su parte Malowani celebra, a la hora de su muerte, la trayectoria de Robert Badinter, a quienes muchos franceses deben la vida, y el país todo, la civilidad.
Es cierto, el ejemplo de los líderes, cunde en la sociedad. De ahí el aplauso o el rechazo que muchas veces se señala desde esta página editorial. Más, de ahí la responsabilidad que se les exige, porque, al fin y al cabo, dependerá mucho de la actitud de los dirigentes más encumbrados el comportamiento de los individuos que, sumados, componen el tejido social.
La descalificación como modo de hacer política, la continua tensión provocada —la más de las veces exagerada con fines electoreros cortoplacistas— se hace eco en vastos sectores de la ciudadanía: los desencantados, los desesperados, los resentidos, un eco inusitado. En tiempos de redes sociales y el maniqueísmo fácil que estas provocan, más y peor. Se convierten en la confirmación o afirmación de ideas, la más de las veces simplonas y radicales que descartan toda forma de análisis crítico.
Desde el Chile actual, hace días nos viene la lección. Boric, a la hora de la despedida de su predecesor, se afirma en el pasado para sembrar para el futuro: “es hora compatriotas que nos acostumbremos a respetarnos en nuestras legítimas diferencias. A pactar treguas y acuerdos a pesar de aspiraciones o historias que nos separan, a asumir los entendimientos no como el triunfo de unos sobre otros, no como la renuncia de unos en favor de otros, sino como el camino necesario para avanzar en un mundo complejo y lleno de incertidumbres y, sobre todo, poniendo el bien superior de nuestra patria por delante de nuestras discrepancias.”
Desde la Francia socialista del siglo pasado, Badinter tal vez nos esté ayudando a poner en perspectiva la profundidad de asuntos tan actuales como la inseguridad, su impacto y los caminos para eliminarla: “o nuestra sociedad rechaza una justicia que mata y acepta asumir, en nombre de sus valores fundamentales –aquellos que la han hecho grande y respetada entre todos– la vida de quienes incluso hubieren cometido crímenes horrendos o demenciales. O esa sociedad cree, a pesar de la experiencia de siglos, que el crimen desaparece con el criminal, y eso es la eliminación.”
En distintos tiempos, tratando distintas circunstancias, ambas citas contienen, empero, un designio común: el llamado a la concordia y al discernimiento, bajo el manto de la responsabilidad, que no es sencilla, pero que es imprescindible para una convivencia respetuosa y armónica. Porque, es de convenir, es más fácil echar leña al fuego, apelar a la reacción instintiva y la ofuscación, azuzar la divergencia o plantear falsos sentidos de pertenencia, profundizando el resentimiento, que someterse, sinceramente, a la crítica sesuda del electorado.
No es mucho pedir, sin embargo. En el fondo es posible, como fue trasmitido con claridad meridiana —y debería calar mucho más que dividir en buenos o malos a los que piensan, sienten, o viven diferente— cuando nuestro presidente viajó acompañado por dos ex mandatarios, en su momento opositores a su partido político a celebrar la democracia, el día en que un jefe de gobierno inauguraba su mandato.