Se dio la lógica. La columna de nuestro director reportaba, la semana pasada, las manidas frases de “las excusas que uno se cansa de escuchar cuando alguien que está bajo escrutinio por haber entrado en esa zona gris de la indecencia política tiene que asumir su propia defensa”. ¿Saben cuál era una de ellas? “Está dentro de la ley”.
Por eso no llaman la atención las declaraciones de Carlos Albisu, cuya renuncia a la Comisión Tecnica Mixta de Salto Grande era más previsible que la “crónica de una muerte anunciada”. No se necesita ser Gabriel García Márquez, sólo conocerse la historia de tres o cuatro casos de abusos desde la Administración.
Nada original, entonces, el expresidente de la Delegación del Uruguay ante la Comisión dijo: “siempre nos mantuvimos dentro de la ley”.
Y tal vez sea cierto, tal vez los excesos de las contrataciones no sean reprochables jurídicamente; seguramente se ajustan a derecho. No obstante, la gestión de Albisu es todo lo que no debe ser en política, si queremos guardarle su buen nombre y evitar su cada vez más menguado prestigio.
Pero, desgraciadamente, esto no parece estar en el razonamiento del exjerarca, que, además del tópico del encuadre legal de la conducta, ha justificado su renuncia, más que en la opacidad de su hacer, en una motivación menor: “cuidar al gobierno”. O, sea, la chiquita.
Una pena, porque el episodio, bien llevado, y con algo de arrepentimiento ante la ausencia de integridad, podría haber sido buen material para una clase de educación moral y cívica. La función pública requiere de grandeza republicana, por encima del beneficio personal o partidario.
En esa línea de razonamiento, tampoco resulta una actitud encomiable el oportunismo crítico —desde la oposición y desde la coalición— de quienes se ruborizan ante el caso y claman raudos y veloces tirar la primera piedra, cuando tienen su rancho apedreado. Porque eso de dar cátedra de honestidad sin ver la viga en el propio ojo, también aporta al descrédito institucional o, por lo menos, no aporta al buen manejo de la cosa pública.
Por eso lo realmente esperable en este asunto es que más allá de la honestidad con que se juzgue a las personas, se eleve la mira y se ponga énfasis en desarrollar diseños jurídico institucionales que hagan difícil, en ausencia de la honradez de los hombres, el desvío de la finalidad para la cual los organismos fueron creados.
Porque en esto de la Comisión, “todo Madrid lo sabía” —y lo sabe—, es en la repartija de cargos, o en la aspiración a ellos que hubo hasta ahora una tolerancia refractaria a corregir situaciones harto conocidas. Viene a la memoria la preocupación que el excanciller Ernesto Talvi tuvo sobre el punto.
Se sabe que la interpelación votada sobre este episodio continuará su curso y que la ministra de Economía Azucena Arbeleche y el canciller Francisco Bustillo comparecerán ante la Cámara de Diputados. Sería un verdadero avance que la instancia, más allá de los fuegos de artificio de un caso que se presta para el escándalo, se centre en la corrección de los aspectos de fondo que permitan, en definitiva, que los desmadres políticos no se mantengan dentro de la ley.
Y los hombres, sí, dentro de la probidad.