Espejo del bicentenario
El bicentenario de la independencia nacional no es una cifra fría, ni una excusa para discursos huecos. Es un espejo, un gran espejo. Y en él se reflejan tanto las luces del pasado como las sombras del presente, las esperanzas de un pueblo que se atrevió a proclamarse libre como las dudas de una sociedad que hoy busca reencontrar su rumbo. Recordar la Cruzada Libertadora, la Declaratoria de la Florida, las batallas del Rincón y de Sarandí, el abrazo de Monzón y la Jura de la Constitución de 1830 es en realidad preguntarnos qué clase de República hemos construido y qué República estamos dispuestos a defender hacia adelante.
Allí aparece una figura que, aunque tantas veces discutida, es imposible de borrar de nuestro mapa fundacional. Fructuoso Rivera fue un hombre ambicioso, carismático, de fuertes convicciones y poseedor de un liderazgo que amedrentaba naciones. Sin él difícilmente entenderíamos la gesta de 1825, la articulación entre poder bélico y la estrategia política, entre el arrojo militar y la paciencia institucional. En el suelo de la Florida, al calor de las tropas y de las proclamas, comenzaba a delinearse la matriz de lo que luego sería el Partido Colorado, con sus banderas de modernidad, civilismo y ciudadanía.
El Partido Colorado no nació por decreto. Nació de la vida misma del país, del fragor de la independencia, de la necesidad de encauzar la energía revolucionaria en instituciones perdurables. A lo largo del siglo XIX, mientras las lanzas chasqueaban y la patria se debatía entre guerras civiles, fue gestándose un partido que supo identificar en el Estado la herramienta fundamental para el progreso colectivo. Esa intuición de que el Estado podía ser motor de justicia, igualdad de oportunidades y ciudadanía plena sería su gran legado al siglo XX y a la democracia uruguaya en su conjunto.
No se trata de nostalgias. Nadie que mire con honestidad el pasado puede querer habitar en él. Pero sí se trata de rescatar lo que de fundacional tuvieron aquellas luchas. Rivera, como Artigas, como Oribe, como Lavalleja, como tantos anónimos, entendió que el poder no podía ser propiedad privada de las familias fuertes ni simple botín de guerra. Que la República, si quería sobrevivir, debía abrirse al pueblo, construir ciudadanía y garantizar derechos. El Partido Colorado encarnó esa voluntad de modernizar un país rural, aislado y desigual, hasta transformarlo en una de las democracias más sólidas del continente.
Hoy, en pleno siglo XXI, cuando la política parece atrapada en la urgencia y el cortoplacismo, esa lección vuelve a interpelarnos. El bicentenario no debería ser solo motivo de celebración histórica sino también de examen de conciencia nacional. ¿Estamos siendo fieles a ese espíritu de audacia y construcción colectiva? ¿O nos resignamos a administrar la inercia de un país que ya no se anima a soñar?
El Partido Colorado enfrenta un desafío mayor. Debe demostrar que aún tiene voz propia en un escenario donde las identidades políticas se desdibujan y las urgencias sociales reclaman respuestas audaces. Su tradición, lejos de ser un museo, puede ser brújula. Porque si algo enseñó la historia colorada es que el país necesita siempre un proyecto de modernidad. Desde la educación laica, gratuita y obligatoria hasta la seguridad social, desde la construcción de infraestructura hasta la defensa de las libertades, el batllismo dejó marcado un camino. El progreso no se regala, se construye.
Claro está, la tentación de mirar hacia atrás como quien contempla un altar es grande. Pero lo que importa es el presente. El Uruguay de hoy enfrenta desigualdades nuevas, brechas tecnológicas, desculturalización, crisis ambientales y pérdida de confianza en la política. Allí el legado colorado puede dialogar con el futuro. Un partido que sepa traducir su tradición en propuestas para un Uruguay verde, digital, educado, inclusivo y democrático puede volver a ser clave en el rumbo nacional.
El bicentenario nos obliga a una reflexión política más amplia. ¿Qué significa ser República en el 2025? Tal vez ya no sea suficiente con invocar las gestas militares o las viejas epopeyas. Ser República hoy significa garantizar que ningún niño quede fuera de la educación de calidad, que ninguna familia quede atrapada en la pobreza estructural, que ninguna mujer tema por su vida en un país que aún carga con la violencia de género. Ser República significa animarse a gobernar para todos, incluso para aquellos que no votaron por uno.
En este punto, la vocación colorada por el pluralismo y la tolerancia no es un recuerdo, es una urgencia. En tiempos de polarización global, de fake news y de desconfianza en las instituciones, recuperar una cultura política basada en el diálogo y el respeto es quizás el acto más revolucionario que podamos heredar de nuestros fundadores. Rivera, fue también un hombre capaz de pactar, de tender puentes, de comprender que la política no se construye solo entre lanzas y alfanjes sino con acuerdos.
El Uruguay del bicentenario no necesita partidos que vivan de glorias pasadas, sino fuerzas políticas que se animen a recrear sus banderas a la luz de los nuevos tiempos. El Partido Colorado tiene, por tanto, una doble misión. Honrar su papel en la fundación de la República y ofrecer al presente una propuesta que combine memoria y audacia.
Quizás la pregunta que flota en este aniversario sea simple y brutal. ¿Seremos capaces de estar a la altura de los que hace dos siglos se jugaron la vida por la independencia? Ellos no tuvieron certezas, apenas intuiciones y convicciones. Nosotros tenemos la ventaja de su legado. Pero también la responsabilidad de no traicionarlo.
El bicentenario, entonces, no es un punto final, sino una invitación. Una invitación a que el Uruguay recupere la audacia de pensar en grande. Y a que el Partido Colorado, desde su historia y con mirada hacia adelante, vuelva a ser protagonista de esa aventura republicana que comenzó en 1825, se consolidó en 1830 y que, doscientos años después, sigue en construcción, porque la República, como la libertad, nunca está terminada.


