No me gusta tener que escribir sobre mis actividades pasadas (o presentes, si se quiere), pues se corre el riesgo y la tentación a el autoreferenciamiento, algo de lo cual los periodistas deberían huir. Los comunicadores sólo deberían ser noticia cuando hacen las cosas extremadamente bien o simplemente mal. No es mi caso.
Pero resulta que luego de abrazar la carrera periodística en El Día, Lea, Sobretodo y Guía Financiera y de ejercer como abogado a partir de 1985, me fui a estudiar a Estados Unidos, donde me esperaba una carrera impensada en asuntos relativos a la seguridad y la criminalidad organizada.
Asi, me vi trabajando en programas antilavado de activos, regulación del comercio de precursores químicos, control de drogas y sus miles de derivados cuya enunciación excedería el número de palabras tolerables para el lector y el propósito de esta nota.
Baste decir que hasta mi retiro, primero en la Organización de los Estados Americanos, y luego en la Organización de las Naciones Unidas, me tocó crear, establecer y ejecutar programas en las materias que comenté más arriba. Y como Uruguay estaba entre los países del portafolio de las agencias en las cuales me desempeñé, trabajé con administraciones de partidos que estuvieron, alternativamente, en el gobierno y en la oposición.
Sin entrar en detalle, lo que me ocurrió en Uruguay, también fue la realidad en otros países que fueron parte de los programas que administré durante dos décadas. Y, por desgracia, lo que veo hoy en nuestro país no es una tendencia aislada. Lamentablemente parecería bastante extendida.
Como la sociedad es dinámica, muchas de las experiencias relativas a la seguridad fueron exitosas o relativamente exitosas, muchas fueron fracasos estrepitosos y otras tantas tuvieron que ser modificadas al ritmo de las respuestas o iniciativas del Crimen Organizado. Hay que reconocer que en esta materia la proactividad del lado de los gobiernos es bastante difícil y, tal vez por eso, notoriamente escasa.
Sin embargo, es bueno reconocer que a media que fue pasando el tiempo aquellos fenómenos que combatíamos en las organizaciones en que trabajé, se fueron convirtiendo en objeto de estudio cada vez más especializado y profundo, lo que generó respuestas basadas en evidencia, algo imprescindible para la toma de decisiones y dirección de acciones.
Es decir, la criminalidad organizada —la empresa criminal, como me gustaba describirla para mostrar que tenía la lógica de cualquier negocio, pero sin las regulaciones que los ordenan — en tanto factor de distorsión de la sociedad, por lo menos, y verdadera amenaza a la democracia, ya es asumida en toda su dimensión y complejidad.
Ya ni se discute que el problema es de una complejidad tal que no caben ni el voluntarismo, ni la improvisación, ni el mero sentido común. Cuando los problemas son complejos, las respuestas —necesariamente— habrán de serlo también. Mucho más si el fenómeno se encuadra en la multidimensionalidad de la seguridad y es, en si mismo, multifacético.
Por eso es que desde hace años se asume que las respuestas de parte de los gobiernos, sean locales o nacionales, así como de las organizaciones multilaterales, deben ser holísticas, desarrolladas por varios de los organismos que tienen responsabilidad en los factores identificados como parte del problema. Así, en una reacción estructurada al fenómeno, no pueden quedar afuera acciones desde los ámbitos de la seguridad (obviamente), la justicia, la educación, el trabajo, pero también desde la sociedad civil, la academia o el sector financiero, solo para nombrar algunos de los principales, lo cual describe, con su sola enumeración, la dificultad y el desafío que cualquier gobierno enfrenta para articular medidas.
Así, ante la escalada y la penetración de la criminalidad organizada en la sociedad, hace tiempo que se asume que la cuestión no pasa —o no basta— con posturas reduccionistas que privilegian la represión, que enfatizan la prevención o que exageran las bondades de la asistencia social solución del asunto. Analizado el problema con la profusión de información que existe sobre el mismo, puede afirmarse que ni el asistencialismo, ni las políticas de mano dura han logrado resolver la cuestión de forma sostenible.
Desgraciadamente, sin embargo, como la seguridad es una de las principales preocupaciones de las poblaciones que la padecen —y tengamos en cuenta que el continente americano es uno de los que arroja peores guarismos en la materia— el problema se politiza y, como todos aquellas cuestiones básicas que castigan duro a la sociedad —el hambre, el desempleo, por ejemplo— se convierte en plataforma electoral.
De esta forma, pues, los políticos entran en un juego peligroso. Generalmente no para ellos —que suelen estar más protegidos que otros sectores de la sociedad— sino para el colectivo en general y los sectores más carenciados en particular.
Un juego perverso en donde la salida fácil ha sido, sin perspectiva de estado, asumir posiciones efectistas —ya desde soluciones represivas y punitivas extremas, ya desde el discurso fácil qué solo hace énfasis en las desigualdades sociales como generador o alimentador de fenómenos que muchas veces ya dejan de encontrar explicación en la falta de recursos.
Y si para muestra basta un botón, miremos las cosas desde la experiencia de dos décadas atrás. Ante la toma de conciencia de cuánto influye el peso de la inseguridad en la población, las oposiciones y los gobiernos, una vez de un lado, otra vez del otro, se pasan la cuenta, sin querer, y sin lograr, unos y otros, desarrollar una política de estado capaz de mejorar los resultados.
O, por lo menos, si los resultados no son los esperados (repito, las causas son complejas, dinámicas y de difícil control si se respeta el estado de derecho) ofreciendo algo más que la imagen lamentable de acusaciones del tenor de las de estos días, donde los cruces sobre lo que se hizo o se dejó de hacer, evidencian que elaborar o no políticas de estado puede ser “moneda de cambio” en vez de obligación ante la ciudadanía.
Revertir la situación no debería ser tan, tan complicado. Siempre que las soluciones pasen por la legalidad, a esta altura, no deberían existir factores inhibitorios para desarrollar políticas de seguridad ciudadana de las que el gobierno y la oposición se hicieran cargo. El asunto no pasa por programas parciales que ofrezcan la construcción de nuevas cárceles; pasa por ponerse de acuerdo en que la meta verdadera es que no haya necesidad de cárceles. Aunque para ello se necesiten años, que se van a necesitar.
La conquista de votos no debiera ser tan cara al colectivo.