La muerte tiene esa gracia enorme de traer la paz, eternamente. Para muchos —la gran mayoría— es el principio del olvido, tras una pausa pasajera de un par de generaciones, tal vez. Para otros —una minoría pavorosa— la inmortalidad. Ahora, que eso sea sea justo, merecido, producto de la casualidad o del alineamiento de los astros, es otro tema.
La reflexión es a propósito de fallecimiento de Danilo Astori, que si bien —como tantos otros moderados del Frente Amplio— lideró listas mayoritarias, nunca trascendió a posiciones para las cuales se necesita esa dosis de buena suerte por la cual la adhesión llega sola, sin necesidad de esfuerzos intelectuales.
Claro, la fortuna no se debe sólo a cualidades personales. La pertenencia a determinados partidos o sectores, los relatos, los mitos, las verdades dichas una sola vez o las mentiras repetidas mil influyen. Y mucho.
Merecía Astori ser un líder del tipo Tabaré Vazquez o José Mujica? Probablemente sí. Pero, más importante, ¿pudo cumplir sus objetivos políticos sin el privilegio del liderazgo que supone cruzarse la banda al pecho? Probablemente no todos, pero sí muchos. Es lo que le pasa a los monjes grises.
Los académicos, los racionales, los analíticos, probablemente no levanten a las masas de sus asientos, ni de su conformismo, ni su zona de confort, ni de su falta de espíritu crítico. Pero muchas veces son imprescindibles para el establecimiento de políticas públicas sólidas o conquistas de derechos.
Como no soy frenteamplista probablemente me haya detenido en la actuación de Astori cuando su comportamiento o pensamiento estuvieron más cercanos a mis credos, como cuando apoyó al gobierno de Jorge Batlle que necesitaba desesperadamente una forma de salida de la crisis, que posiblemente no hubiese existido sin su apoyo.
O como cuando le escuché decir en el interior de una avión —hace mucho, parecería hoy— justo cuando pasaba a su lado y quedé detenido en el corredor a la espera de mi asiento: “la prensa se nos ha jodido (creo que fue la palabra que usó) mucho en estos últimos años”. No me voy a detener en el año, ni porqué hacía el comentario, me basta con haberlo registrado y dicho a mi mismo, “esta es una conclusión honesta”.
O, para mayor abundamiento, sobre el criterio que me formé sobre su persona, el día que ante varios funcionarios de Naciones Unidas, entre los cuales me encontraba, se refirió a la importancia de la alternancia gubernamental en la vida democrática, una actitud que, en aquellos años, poco tenía que ver con los propósitos cuasi regios de Nicolás Maduro, Rafael Correa, Evo Morales o Daniel Ortega, a quienes la coalición frenteamplista les prodigaba una admiración casi servil a sus propósitos continuistas.
No quisiera confundir las cosas. Estas líneas se refieren a las disquisiciones que generalmente surgen a propósito de la muerte de una persona pública, y no pretenden ser la contraposición con las visiones de su colectividad política o las actitudes de sus correligionarios. Hacerlo sería una estupidez, pues por algo el líder de Asamblea Uruguay siguió formando parte del Frente Amplio, y yo estoy donde estoy.
No. Estas líneas son a propósito de lo que esperamos de los políticos, vengan de donde vengan, y de la honestidad con que se encare la vida pública, en la que equivocarse, también, está permitido. Pero donde una trayectoria prueba, pasando raya, el lugar que corresponde a unos y otros. Y se merecen, aún sin la magia de los peores que por alguna razón entraron en la historia, no ser olvidados.