El decreto de necesidad y urgencia que firmó el presidente argentino Javier Milei para desrgular la economía argentina trajo –de nuevo, por enésima vez– la discusión sobre el estatismo y el liberalismo económico. Nada malo per se porque la discusión sobre como los gobiernos tratan de activar la economía forma parte de la buena costumbre de discutir ideas y adecuarlas a los tiempos que corren.
Pero los tiempos que corren, además de requerir un razonamiento profundo de las circunstancias nacionales o globales, están desgraciadamente dominados por un maniqueísmo burdo que lleva cualquier propuesta a extremos donde el razonamiento profundo es dejado de lado ante la idolatría de los preconceptos.
Entonces la perspectiva, el necesario análisis de lo que busca la intervención estatal, o lo que impulsa la libertad del mercado, se difumina en una banalización absurda que no le reconoce a las ideas la fecundidad propia de su existencia.
Y de entrada, ya que estamos, empecemos por la forma en que que discutimos. Plantear, por ejemplo, que la culpa de todos los males sociales responden a la idea del liberalismo o del estatismo, casi que demonizando las correcciones a la desregulación total o, del otro lado, la competencia es, por lo menos, burdo.
Sin embargo, es como se plantean, a veces, las cosas. Casi, casi, como se descalifican las ideas conservadoras o progresistas en una reducción binaria, torpe y, si se quiere, inspirada en un profundo desprecio al sentido crítico que, tras miles de años de discusión de ideas, debería calar más profundo a la hora de confrontar pensamientos.
Si señor, ultimamente parece que se está del lado correcto si se proclama la pertenencia la izquierda, la derecha, el estatismo o el liberalismo. Sin entender que esas modas arrebatadoras niegan hasta la valentía de pensar “fuera de la caja” o sea, comprender que no es inmoral ni descalificante amalgamar, mediante la negociación, fines comunes. Que es como se ha construido el pasado, se construye el presente y se construirá el futuro.
A menos, obviamente, que la radicalización busque o la anulación de las minorías, por su desconocimento –y eso se llama autoritarismo o, sin ambages, dictadura. O se fomente la estupidización del ciudadano que, desnorteado, sin un pretenso sentido de pertenencia, preferirá evadir la disquisición –y eso se llama desprecio intelectual.
Ante el ejemplo que motiva estas líneas, esto es, las medidas que sin mentirle a nadie pretende concretar el nuevo presidente argentino, que hizo campaña prometiendo su implementación, hubiésemos preferido, para que no mueran antes de nacer, aniquiladas por la acción parlamentaria, que se hubiesen examinado a la luz de la discusión.
Tal vez hubiese estado bueno ver que el estatismo que se pretende combatir no es estatismo, sino populismo y que el liberalismo que se pretende implementar no es liberalismo, sino populismo de otro signo.
Sobran en el mundo ejemplos de lo que ha pasado cuando las ideas de extremismo descarnado trataron de ser impuestas. En democracia no pasaron por el aro. En dictadura cayeron por su propio peso.