En el mundo de las redes sociales algunos políticos conservan una popularidad a prueba de juicios. Ante la arenga fácil sus seguidores, ven lo que quieren ver y la Justicia queda en entredicho.
El apéndice del Indice de Democracia 2022 (The Intelligence Unit Limited) está dedicado a definir y medir la democracia, término que, según se indica, no es aceptado pacíficamente. No obstante, en un intento de explicar el concepto e intentar medirlo, la publicación inglesa incluye algunos conceptos. Entre ellos destacamos:
“La democracia presupone igualdad ante la ley (y) el debido proceso…”; “Los derechos humanos básicos incluyen . . . el derecho a un debido proceso judicial”; “Existe un sistema efectivo de controles y equilibrios. El poder judicial es independiente y se cumplen sus decisiones.”; “en los regímenes híbridos (más débiles que una democracia imperfecta) el poder judicial no es independiente”.
Es decir, la justicia independiente, el debido proceso, la igualdad ante la ley, son, tanto en la definición de democracia como en el desarrollo de indicadores para medirla, factores relevantes. O sea, una Justicia independiente, el acceso a la misma, su fortaleza frente a los otros poderes del Estado, son elementos presentes en una verdadera democracia.
Por eso preocupa, por decir lo menos, el menosprecio que algunos poderosos muestran por los jueces y las cortes encargadas de enjuiciarlos.
En dos hechos infrecuentes, un tribunal argentino condenó por primera vez a una vicepresidenta de la Nación, Cristina Kirchner, y en tres cortes estadounidenses el exmandatario Donald Trump enfrentará cargos penales. Mientras tanto, en Israel, la coalición de gobierno aprobó un ley para que la Suprema Corte no interfiera contra ciertas decisiones de la administración (justo cuando, no está demás decirlo, Benjamin Netanyahu está en el medio de un juicio por corrupción)
Que Kirchner, Trump y Netanyahu conserven una popularidad inalterable en sus respectivos países es una mala noticia: la otra cara de la moneda es que una gran parte de la ciudadanía, siguiendo a sus líderes, no cree en la Justicia. Eso pone en entredicho el poder que protege los derechos humanos y permite el funcionamiento del sistema de controles y equilibrios, imprescindible para garantizar la separación de poderes.
En las democracias débiles el descrédito hacia el Poder Judicial pasa por la desconfianza en un sistema de difícil o limitado acceso para los sectores más vulnerables de la sociedad que, al mismo tiempo favorece y ampara a las clases privilegiadas ya por su poderío económico, ya por su poderío político.
Así, no es de extrañar que para establecer el ranking democrático se hagan preguntas tales como “el grado en que los ciudadanos son tratados de manera igualitaria bajo la ley”; “si hay grupos o individuos favorecidos que evaden la persecución judicial” o si “las cortes han emitido alguna vez una sentencia importante contra el gobierno o un alto funcionario del gobierno”.
Sin embargo, en esta nueva realidad de un mundo bipolar que se fanatiza tras políticos populistas, que descree de la ciencia, que se resiste a ver aumentos patrimoniales inexplicables o vidas de lujos que no se condicen con el salario de un servidor público (o eso que importa—roba pero hace—) se abrió una nueva categoría de descrédito: no toquen a mi candidato, más allá de cualquier otra consideración.
No es de extrañar que el Uruguay —calmo testigo de un vicepresidente dimitido, de la condena del expresidente del Banco República, del desafuero de un Senador denunciado y de la investigación de ministros, viceministros y ex viceministra en un caso común— sea considerado como una democracia plena por el Indice de Democracia 2022 u obtenga niveles remarcables según Latinobarómetro.
No obstante, no da como para dormirse en los laureles. Los cuestionamientos a fiscales que no adelantan alguna causa notoria —de esas que movilizan a legisladores— o las coberturas periodísticas de ciertas audiencias en que las acusaciones entre colegas no llegan —aunque debieran—a ruborizarlos, no son una buena señal.
Son tan pésimas como la moda de exponer a letrados, abogados y clientes “mediáticos”; esa especie de cobertura de estilo revisteril y frandulero que antes se reservaba al mundo del espectáculo y hoy, como un Pac-man, empieza a “comerse” otros sectores de la sociedad.