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Editor responsable: Rafael Franzini Batlle
sábado, diciembre 20, 2025

La inteligencia de cambiar

Pocos políticos y sin duda ningún político contemporáneo, han alcanzado lo que José Mujica, “el Pepe”, alcanzó en vida: ser aceptado por todos -o por una mayoría auténticamente transversal- como un paradigma de sobriedad y austeridad, como un paladín de la paz en su país y en el mundo entero, y como un practicante auténtico de la tolerancia y la comprensión del adversario. En suma, todo aquello que uno aspiraría a encontrar en un demócrata auténtico. A ello se unió la imagen, que fue acrecentándose con el tiempo, de ser una persona capaz de ir por la vida gozando una felicidad sencilla, amable, casi doméstica. Todos estos atributos terminaron por convertirlo en una especie de santo laico. Sus frases comenzaron a ser atesoradas y visitarlo se convirtió en una peregrinación obligada para muchos otros políticos, aunque no siguieran al pie de la letra sus preceptos. Corrió el riesgo, en fin, de terminar su vida convertido en una leyenda.

Y lo más notable de esa imagen es que era un reflejo bastante fiel de la realidad. Mujica, junto a su esposa, vivió prácticamente desde que salió de la prisión a la que lo condujo la actividad guerrillera de sus primeros años, en una chacra en la zona de Rincón del Cerro, en las afueras de Montevideo, en la que se dedicó a la floricultura como actividad económica. Una residencia que no abandonó ni siquiera mientras ocupó la presidencia de su país y en la cual murió la semana pasada. No dejó de trasladarse, también incluso siendo Presidente, en un Volkswagen “Escarabajo” de 1987 que él mismo manejaba y, mientras fue Presidente, donó alrededor del 90 % de sus ingresos a obras benéficas.

La tolerancia y la capacidad de comprender y dialogar con sus adversarios la practicó luego de pasar, como ya anoté, trece años en prisión entre 1972 y 1985, once de los cuales en un régimen de práctico aislamiento total y, junto con otros dirigentes tupamaros, en calidad de “rehén”, lo que significaba que serían ejecutados si su organización realizaba nuevas acciones armadas. Antes de eso había estado también en la cárcel (en total estuvo casi quince años de su vida en prisión) y en dos oportunidades se había fugado de ellas, una de las cuales, especialmente espectacular, resultó en la fuga de más de cien tupamaros presos en la cárcel de Punta Carretas.

Con ese historial no cabe duda de que su actitud era sincera y que su condición de adalid de la democracia era auténtica. Nunca se le escucharon reclamos de venganza (ni siquiera maquillados como justicia) o expresiones de odio en contra de quienes lo torturaron y encarcelaron, sino la repetición constante, casi unos mantras, de que había que “mirar hacia adelante” o de que el odio “estupidecía”.

¿Entonces, de veras resultó siendo un santo? ¿un santo laico?

Para nada. Cuando fue guerrillero fue un “duro” de verdad, que participó en robos y acciones armadas, que se batió a tiros más de una vez y fue herido de bala también más de una vez (las biografías hablan de seis veces). Y bregaba, con esa pasión, por substituir la democracia uruguaya, entonces no muy diferente a la que conocemos hoy, por una dictadura comunista semejante a la cubana. Y lo hacía por la fuerza de las armas. Un objetivo, tan desmesurado como imposible, que el propio Che Guevara, en una conferencia dictada en el paraninfo de la Universidad de la República en Montevideo en agosto de 1961, descartó como un camino para Uruguay dadas sus condiciones sociales y políticas.

¿Ese pasado, en contraste con su vida de demócrata lo califican como un hombre contradictorio o de “claroscuros”? También para nada. Creo, más bien, que su historia completa, la del guerrillero violento y pro-totalitarismo de su juventud y el cuasi santo democrático de su madurez, sólo hablan de un hombre inteligente, que fue capaz de aceptar lo que su inteligencia y raciocinio íntimo le indicaban y asumir su cambio de pensamiento y visión del mundo con valor.

Pepe Mujica no sólo se convenció racionalmente de que había vivido en el error, sino que dedicó su vida a enmendar ese error y a vivir de manera consecuente con las nuevas verdades que había descubierto. Esa capacidad es la que hace profundamente humano a Pepe Mujica y a su historia personal, porque la inteligencia, nuestra propia inteligencia, y la decisión de usarla y aceptar lo que ella nos entrega, es lo que en definitiva nos hace humanos. Y cambiar, sin duda, es un producto de la inteligencia, así como no hacerlo es una forma de renunciar a ella para refugiarnos en las certezas y el sosiego que las primeras visiones de la vida nos procuran. Un refugio que muchas veces buscamos para substraernos a la angustia que nos provoca el simple acto de pensar, el simple pero gigantesco acto de cuestionar, que es el camino que la inteligencia utiliza para alcanzar el saber.

Hoy, cuando nos acosa el temor a la Inteligencia Artificial que parece substituir por doquier a nuestra propia inteligencia, convengamos que la capacidad de cambiar de pensamiento, de ideología y de fe, es un acto que todavía nos diferencia de esa inteligencia no humana. Nosotros podemos cambiar. La Inteligencia Artificial sólo puede crecer, acumular más conocimiento sin cuestionarlo; es, en realidad, la negación de la inteligencia.

Por eso yo elijo no recordar a Pepe Mujica como un austero santo laico, un amable y sencillo cultivador de flores o un legendario e infatigable productor de frases recordables, cosas que muchos pueden ser y hacer. Prefiero recordarlo como el hombre que supo cambiar su manera de pensar y ver el mundo y actuar en consecuencia con ello, algo de lo que muy pocos son capaces.

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