Leer los diarios argentinos, interiorizarse con el dramatismo con el que se viven las últimas horas antes de la segunda vuelta electoral de este domingo, duele. Ayer llamé a un periodista porteño que colaborará con El Día para la cobertura de la votación y me espeluzné: al preguntarle como estaban las cosas me dijo “igual que en España, pero pobres”.
Que la casta de chorros. Que el miedo. Que prender fuego el Banco Central. Que es entre la libertad y el populismo. Que todo es extremo, o radical, o mentira, o corrupto.
Por eso, para tratar de entender la confusión, el malestar o la desidia con que el electorado argentino llega a las urnas este próximo domingo, traté de hacer un ejercicio de prescindencia. Prescindir de los mensajes que a priori tienen el objetivo de descalificar o, directamente, son falsos o —peor— son de imposible cumplimiento.
Encontré poco con lo que quedarme.
De entrada todavía me estoy preguntando cómo hizo el candidato de Unión por la Patria, Sergio Massa, para aparecer como un funcionario ajeno al gobierno, que describe, como un notario que labra un acta, lo que hará en un país por cuyo estado parecería no tener responsabilidad alguna. Y ahí ya encontré una argucia que captó electores. Si el candidato peronista llega a ganar, el mentís a “es la economía, estúpido” o “ a hacerse cargo” confirmaría una nueva rareza de la compleja política argentina.
Mientras tanto, Javier Milei apuesta a la dicotomía economía ultraliberal versus populismo. Y promete que al dejar de emitir la divisa nacional se acabarán los desarreglos de la política monetaria al servicio de un asistencialismo que bordea una sociedad fallida. E insiste en que una los argentinos harán uso de una inusitada libertad para salir adelante y dejar atrás las penurias económicas. ¿En serio? ¿Es creíble que eso podría pasar en la corporativa Argentina? ¿O es apenas ofrecer una alternativa de modelo económico como quien usa un slogan condenado a no nacer?
Entonces, cuando empezamos a analizar los límites de la grieta, dónde se paran unos y otros, es más que claro que en el juego de crear tensión para llevar votos favorables a las urnas, se parte de premisas imposibles, aunque estas sean el mascarón de proa de la propuesta electoral o del devaneo seductor. Al cabo, ¿es creíble un gobierno de unidad nacional después de este balotaje?
Mi temor, como el de cualquiera que aprecie las miles de cualidades positivas de un país que tiene todo para destacarse y cumplir un rol regional importante para sus vecinos, es que una vez más, como resultado de la radicalización, el desánimo llame a la puerta de la gente de a pie, con peores efectos que los de la desilusión actual, para la cual hay motivos sobrados.
Lo que es innegable, tal cual lo han pregonado ambos candidatos como una forma de fomentar el “todo o nada” ante una crisis política y económica evidente, es que Argentina asiste a una de las elecciones más importantes desde que recuperó la democracia cuarenta años atrás. No porque haya que esperar un giro político fenomenal y rupturista en el rumbo del país — eso no suele pasar cuando hay un juego político más o menos posible— sino porque el talante de la gente esta a prueba y azuzado.
Es lo que sucede cuando se ha tensado la cuerda más de lo debido. Cuando desde el gobierno se ha sido oposición a si mismo. Cuando la verdadera oposición no supo presentar un discurso verosímil y mesurado como alternativa al deterioro constante y progresivo. Cuando la salida se presenta al calor de un incendio que será difícil de apagar.
Y cuando sucede es peligroso.
Por eso este domingo que gane el (que pueda ser controlado) mejor.