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José Batlle y Ordoñez y la Corte Internacional de La Haya.
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En junio de 1907, los gobiernos de Europa habían  invitado a La Haya a los delegados de cuarenta y ocho países para celebrar la Segunda Conferencia de la Paz.   El Zar es quien había convocado a la misma. Batlle preside la delegación de Uruguay designada por el Presidente Williman.  Integran la misma, Juan Pedro Castro, Samuel Blixen, Pedro Manini Ríos y el agregado militar coronel Sebastián Bouquet. El cónsul en La Haya, don Virgilio Sampognato será un auxiliar muy activo en los trabajos de los delegados. Por Argentina asiste Luis Drago y Roque Sáenz Peña, futuro presidente. Por el Brasil Ruy Barbosa, republicano abolicionista designado por el Barón de Río Branco. Por México Eduardo de la Barra.  

El pensamiento del fundador de este diario puede resumirse en que vé con buenos ojos al arbitraje como mecanismo donde los Estados pueden someter sus diferencias destinada a suprimir los males de la guerra aunque el mismo no debe inmiscuirse en los asuntos internos de cada país. 

En su discurso, José Batlle y Ordoñez expresó que la creación de un Tribunal Arbitral internacional era un buen camino para resolver los conflictos pero  advirtiendo que una corte de justicia internacional no sería imparcial. Que no tiene además como hacer cumplir sus fallos. Basta pensar en el  número existente de naciones, en los motivos que las vinculan o las separan, tales como la raza, la situación geográfica, la historia,  el honor, los intereses, y en las relaciones cada día más estrechas creadas por medios de comunicación cada vez más eficaces, para contestar que la dificultad de constituir  una corte ideal es una misión imposible. Conseguir miembros que revistan esa ecuanimidad es una tarea improbable. 

Una vez que constituya jurisprudencia, las naciones no querrán someterse a casos donde se vislumbre por fallos anteriores que estos serán desfavorables.  Que estos fallos no evitan la guerra.  Los países fuertes van a seguir prefiriéndola frente a la razón y  la moral  como medio de sanear sus conflictos. 

 Una autoridad judicial constituida por el poder moral y material de un cierto número de naciones, no se vería libre de las sospechas de parcialidad, pero  esta autoridad no ejercería su acción sino cuando todos los medios de conservar la paz se hubieran agotado, cuando el recurso del arbitraje no hubiera tenido éxito, y en ese caso, no podrían ya las partes en litigio rechazar una sentencia que le sería impuesta por una forma irresistible. 

De esta manera, la justicia podría ser lesionada alguna vez; pero este mal estaría muy lejos de igualarse con el de las frecuentes presiones de los países fuertes sobre los débiles, y de las guerras terribles que estallan de tiempo en tiempo.

A continuación transcribimos el discurso de Batlle en la conferencia. 

“ Considero que no se ha tomado el buen camino para resolver este problema de la justicia internacional, y que, como sucede siempre que se ha seguido un camino equivocado, hemos llegado a un momento en que la confusión se apodera de nosotros y no se nos puede ocurrir mejor idea que la de volver a nuestro punto de partida. 

El error consistiría, a mi juicio, en que nos hemos dejador arrastrar por el propósito de crear para las naciones, por su libre consentimiento, una organización de la justicia igual a la que cada nación ha creado para fallar en las disidencias de la multitud, a veces casi innumerable, de los individuos que la componen. 

Primeramente, un tribunal internacional carecería, para que tal similitud pudiera establecerse, de la imparcialidad reconocida y del apoyo de la fuerza que en el seno de una nación hacen obligatoria la sumisión a las sentencias del juez. 

La imparcialidad que la Conferencia ha buscado con ardor se puede encontrar fácilmente en una corte de justicia nacional, porque los jueces rarísima vez tienen relaciones con los litigantes, cuyos nombres, con frecuencia, nunca han oído pronunciar, y cuyos intereses, sometidos a sus fallos, le son completamente extraños. Cuando el juez está ligado por parentesco al litigante, o es su amigo o su enemigo; cuando tiene un interés que se relacione con el litigio, o expresado su opinión sobre éste, no puede ya ser juez, porque su imparcialidad no podría ser perfecta. 

Ahora bien: ¿ puede establecerse una Corte de Justicia Internacional cuyos miembros representantes de sus naciones, elegidos por ellas, llenen, no para un solo caso, sino para muchos las condiciones de imparcialidad que debe llenar un juez nacional cualquiera? Basta pensar en el pequeño número existente de naciones, en los motivos que las vinculan o las separan, tales como la raza, la situación geográfica, la historia, los intereses, y en las relaciones cada día más estrechas creadas por medios de comunicación cada vez más eficaces, para contestar que la dificultad de constituir esta corte ideal es invencible quizá, a lo menos en las condiciones de la vida internacional actual, y tanto más cuanto que la imparcialidad de los jueces deberá ser de tanta evidencia que fuese libremente reconocida por todos los litigantes. 

Es por eso que la idea de la Corte de Justicia Internacional Permanente que hemos aceptado en principio sin dificultades, y hasta con entusiasmo, ha hecho nacer tantas resistencias cuando se ha querido designar sus miembros. 

Ninguna combinación ha parecido aceptable, y es de creer que, si se hubiese acordado alguna, tal acuerdo no habría podido mantenerse mucho tiempo, y que la desconfianza que, desde el primer momento habría disminuido el prestigio de la institución, habría también empequeñecido la importancia de nuevas convenciones de arbitraje, y su número, porque aun cuando no se estipulase la obligación de someterse a esa Corte en último recurso, sería moralmente difícil al no aceptar su jurisdicción, después de haber concurrido a darle la investidura de la más alta justicia humana. 

Pero, aun suponiendo que esa dificultad no existiese y que se hubiese logrado establecer una Corte Permanente como se desearía, ¿ se habría hecho realmente un progreso? ¿ No podría oponerse aún a esta suplantación del árbitro por el juez permanente, la afirmación de que el árbitro es preferible al juez: de manera que, en lugar de empeñarse en asimilar la organización de la que rige las relaciones de los individuos, debería desearse más bien que éstos fuesen tan competentes como lo son las naciones para elegir árbitros dignos de su confianza y someterles a sus disidencias?

Se insiste en la afirmación de que una corte permanente de justicia llegaría a formar una jurisprudencia muy uniforme. Pero, aún sin preocuparnos de que esta jurisprudencia podría ser errónea, ¿ para qué serviría, tratándose de una corte cuya jurisdicción debería ser libremente aceptada por los litigantes? ¿ Se apresurarían las naciones a someter a esa corte pretensiones opuestas a su jurisprudencia?

Hay que creer, al contrario, que tal jurisprudencia constituiría una nueva fuente de resistencias a la Corte, que el número de litigios que le serían sometidos a ésta, se encontraría en razón inversa de su extensión. 

La primera conferencia hizo una obra práctica al crear la Corte Permanente actual, porque esta Corte ofrece un gran número de árbitros a la libre elección de las naciones. La segunda conferencia ha debido hacer grandes esfuerzos para mejorar esta obra. Se habría hecho mucho, ciertamente, por este medio, a favor de la paz, pero se estaría lejos aún de lo que se quería hacer. Aun hoy, la guerra podría amenazar en un momento cualquiera y no se encontraría en las reglamentaciones hechas una sola línea para impedirla. Se encontraría más bien autorizaciones como las que se relacionan con las cuestiones en que el honor y los intereses esenciales de las naciones entrasen en juego. 

La idea de la creación de la Corte de Justicia Arbitral tiene evidentemente, su origen en la generosa aspiración de crear un poder judicial tan prodigioso que todas esas disidencias le fueren sometidas. Hemos visto que ese poder no tendría la adhesión unánime de las naciones, aunque éstas desearan sinceramente hacer que prevaleciese la justicia. Tampoco podría contarse con la adhesión de los países que fundan sus esperanzas de ser grandes más bien en la fuerza que en la razón y en la paz. Jamás tales tendencias se someten a un poder exclusivamente moral. La delegación de Uruguay ha tenido el honor de presentar a esta Conferencia una declaración de principios en la que se proclama el derecho de agregar a esta fuerza, la fuerza material. Pero, dadas las ideas que prevalecen en la Conferencia, ella no abrigaba ninguna esperanza de que fuese aceptada “. 

Quiso, solamente, formularla en el seno de esta Asamblea Representativa de la Humanidad. Ya que tantas alianzas se han hecho para imponer la arbitrariedad, se podría muy bien hacer una para imponer la justicia. 

Es cierto que una autoridad judicial constituida por el poder moral y material de un cierto número de naciones, no se vería libre de las sospechas de parcialidad que se oponen al establecimiento, de la Corte de Justicia Arbitral. Pero esta autoridad no ejercería su acción sino cuando todos los medios de conservar la paz se hubieran agotado, cuando el recurso del arbitraje no hubiera tenido éxito, y en ese caso, no podrían ya las partes en litigio rechazar una sentencia que le sería impuesta por una forma irresistible. 

De esta manera, la justicia podría ser lesionada alguna vez; pero este mal estaría muy lejos de igualarse con el de las frecuentes presiones de los países fuertes sobre los débiles, y de las guerras terribles que estallan de tiempo en tiempo.

Estas ideas, por más alejadas que parezcan de la realidad, podrían tener una pronta aplicación práctica, si no en el mundo entero, a lo menos en una parte considerable de él, esto es, en América, donde el derecho internacional ha alcanzado progresos reales, que sobrepasan a los que han sido realizados en el continente europeo y de que dan fe los documentos depositados en la Secretaría de la Conferencia. Sin hablar de los Estados Unidos de América, cuyo amor a la justicia es bien conocido, quiero citar como uno de los más importantes factores de ese progreso a la República Argentina, que ha hecho tratados con todos los países limítrofes, Bolivia, Brasil, Chile, Paraguay y Uruguay, y con otros que no lo son, España, Italia, en los cuales se conviene en someter al arbitraje las cuestiones de toda naturaleza que, por una causa cualquiera, surjan entre los países contratantes, con la única excepción de aquellas que pudiesen afectar las prescripciones constitucionales de una o de otra nación contratante. 

Quiero recordar también que el Brasil ha propuesto a la Conferencia una fórmula que, si hubiera sido aceptada, habría desterrado del mundo el espíritu de conquista, origen e impulsor de la mayor parte de las guerras. Y hechos tan importantes como el arreglo de límites entre la Argentina y el Brasil, y entre la Argentina y Chile, y la limitación de armamentos entre estos dos países, prueban, además, que esos progresos no son puramente teóricos. 

La razón pública está pues preparada en América para dar amplias soluciones a los problemas de la paz internacional. Ni el odio a los pueblos, ni la ambición de conquistas, se opondrían a esas soluciones, y si dos o tres de las más poderosas repúblicas de ese continente quisieran ponerse de acuerdo para constituir una alianza que con mejor derecho que cualquier otra, podría llamarse santa, y cuyo fin sería el de examinar las causas de los conflictos armados, que pudieran surgir entre pueblos americanos y ofrecer una ayuda eficaz al que hubiese sido injustamente llevado a la guerra, no es dudoso que otras naciones de América irían a agruparse en torno de esa alianza y que la paz internacional del continente no sería turbada jamás entre los países que hacen parte de él. 

Por estas consideraciones y acariciando esta esperanza, la Delegación del Uruguay se abstendrá de votar el proyecto de Corte Arbitral “. 

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