Es parte de una estrategia. Sí, todo hace pensar que sí.
Parece que hay dirigentes del movimiento sindical —y adviértase, hay una diferencia entre dirigentes, el resto del movimiento, el resto de los trabajadores y el resto del mundo—que apuestan a hacerse odiar. Algo así como una confirmación de clase: la división de las aguas.
Como si el razonamiento fuese «Nos odiarán porque somos los dueños de la moral de la mayoría. Porque la mayoría trabajamos. Y en su odio justificamos no sólo nuestra existencia, sino, además la posibilidad de violación normativa, persiguiendo un fin. Cualquier fin que, a nuestro propio y exclusivo entender, sea superior”
Pucha! Vienen a la mente aquellas palabras de Wilson —y pagaría por la elocuencia descriptiva del fenómeno. “Está la gente, la gente como gente. Está el obrero, que llegará un día que dirá que no a todo dirigente sindical que siga sometiendo su interés concreto a las consignas de un partido político reaccionario y totalitario. . .”
Lo que pasó en la OSE, cuando el Directorio se aprestaba a realizar un acto dentro de su mandato y competencia, y el sindicato presidido por Federico Kreimerman “generó humo” —no caeré en el eufemismo de llamarle “bomba de humo” porque es un poco demasiado, un tantito desubicado y parte del realismo mágico— es el paradigma del ellos y el nosotros que propician muchos de esos dirigentes y que es posible describir así: todos los demás, equivocados, nosotros, los dueños de la razón.
Sin importar que el “ellos” sea la expresión constitucional de la soberanía de la Nación y el “nosotros” la defensa de nosotros mismos y nuestros intereses, por encima de cualquier otra consideración (¡que me vienen con la democracia formal!).
A ver, no debe haber nada más estúpidamente antidemocrático que negar la necesidad y el aporte de los movimientos obreros. Su rol es imprescindible para el equilibrio entre el capital y el trabajo así como la búsqueda del bienestar de la mayor parte del colectivo , que es la que trabaja. Con eso sólo ya es más que suficiente para defender a capa y espada su existencia.
Pero además las organizaciones sindicales han tenido un destacado papel organizativo en el combate a las dictaduras. Generalmente fácil de apreciar cuando se han enfrentado a las de extrema derecha. Lamentablemente más difícil de observar cuando los autoritarismos son de izquierda. Porque en esos casos o no nos enteramos qué sucede con la oposición, o los gremios son cooptados, con el apoyo cómplice de algunos iluminados o distraídos –ambos ciegos intencionalmente– que no sufrieron ni sufren el autoritarismo. O lo ejercen, o lo consienten.
Así que sí. Ha de ser exigido, deseado y respetado que existan gremiales obreras. Son parte del mundo en el que queremos vivir.
Entones, ¿estamos bien? ¿Qué son al fin y al cabo dos o tres bombas —perdón, artefactos generadores de humo— con tal de detener a quienes parecen estar usurpando funciones públicas?
Kreimerman, entrevistado por Leonardo Haberkorn —cuya expresión de incrédula sorpresa me libra de cualquier consideración— demostró que es locuaz. Y tiene cara despejada. Y es capaz de articular correctamente palabras justificativas de una violencia patotera sobre un acto legal, al que se pretende mostrar como ilegal.
Pero a pesar de la cara afable, la locuacidad, la articulación, representa lo que no queremos ser. Porque no es normal prender generadores de humo para impedir un acto administrativo. Y punto.
Por eso quienes que estamos fuera de su lógica corporativista entramos en la etapa del cansancio: no más al abuso y al insulto a nuestra inteligencia. Y por más que el discurso esté bien hilvanado y trasmitido (casi que con una sonrisa en los dientes), es infumable.
Lo malo es que el cansancio trae de la mano al fastidio. Y el fastidio a las malas decisiones. Y las malas decisiones a los peores deseos. Y olvidando que es parte de la una estrategia para provocar nuestro cansancio, fastidio, malas decisiones y perores deseos, empezamos a querer que el humo hubiese afectado a quienes usaron la fuerza para defender lo indefendible: un cogobierno que sólo existe en sus cabezas.
Paremos ahí pues. No sucumbamos al maniqueísmo provocador. Por más que quisiéramos ver cómo el realismo mágico —hocus pocus sindical mediante— convertiría lo que era un simple generador de humo en la peor de las bombas destructoras.
No caigamos en la tentación. Detengámonos.
Y hagamos como Fernando Ortuño. (eso sí, sin quedarnos en una inexplicable mitad de camino). Reconozcamos que es un error generar humo en un espacio público –donde está prohibido fumar– y que hay errores que la sociedad no se puede dar el lujo de tolerar sin desdibujar el pacto social.
Pretendamos que al menos una sanción administrativa ponga las cosas en su lugar.
Lo demás es humo delante de una trampa: dividir al mundo para que la confrontación sea irracional, animalesca, instintiva. Y donde el vale todo valga todo para todo.