No soy amigo de ceremonias. Por eso suelo escabullirme cuando cada año, por estas fechas, se celebran las graduaciones. Me licencié el año que Los Tres Tenores cantaron juntos por primera vez. Entonces, las graduaciones universitarias las servía la Paramount o la Metro Goldwyn Mayer en pantalla grande; así de aburridos éramos. Nos limitábamos a pagar dos o tres mil pesetillas que daban derecho a orla, orlín y foto individual. Era entretenido tratar de localizarse en un mar de cabezas en blanco y negro entre las que aparecían compañeros de promoción a los que nunca vimos en clase. Cosas del baby boom: estudiábamos Derecho y nos enviaban a Medicina porque el aulario de San Isidro no bastaba para alojar a tanto alevín de jurista.
Mucho han cambiado las cosas. Hace tiempo que disponemos de una excelente Facultad en el Campus Unamuno. Ya no somos tantos ni tan austeros, aunque sí más diversos. De nuestras aulas no sólo salen gentes de leyes; también criminólogos o politólogos. Todos tuvieron su graduación en el Palacio de Congresos hace días, una detrás de otra. Allí estuve desde las diez, a pesar de mis reservas. La procesión de mucetas y birretes fue el preludio del ritual. Como siempre, una interminable cadena de discursos habló de esfuerzos, apoyos y ausencias, pero, sobre todo, de vivencias. Entre disparo y disparo, también el fotógrafo que inmortalizó la jornada aplaudía a los sucesivos intervinientes.
Finalmente, llegó el momento en el que padrinos y autoridades impusieron las becas a quienes serán titulados del curso 2023/2024; la promoción a la que un virus forzó a iniciar la carrera por videoconferencia. Pocos se sentían cómodos en su outfit de gala. Tampoco yo. La tuna universitaria interpretó canciones que difícilmente pasarían el corte del feminismo extremo y, tras proclamar en pie el solemne vitor, nos hicimos las tradicionales instantáneas bajo un sol impropio del mes de abril.
Evaluaciones mediante, los estudiantes celebraron con sus seres queridos la conclusión del que para la mayoría ha sido hasta ahora su mayor proyecto vital. Para quienes les hemos acompañado, a la satisfacción se une nuestra dificultad para comprender que los años pasan para todos, aunque nuestros clientes tengan siempre la misma edad. Recordad que vuestro tiempo –el de todos– es limitado, así que no lo malgastéis viviendo la vida de otros; sed vosotros. El auténtico reto consiste en aprovechar lo aprendido. Prometo que el próximo año me haré una nueva foto para la orla.