En 1890, dice José Pedro Barrán- Historia de la Sensibilidad en el Uruguay- José Batlle y Ordoñez inició una nueva campaña contra la pena de muerte con argumentos como Así la sociedad no se corrige, ni se precave, castiga y se venga. En 1895 rechazó esos actos de infinita crueldad.
Fue un 27 de junio pero de 1905 cuando bajo su primera presidencia, se inició el proceso de abolición de la pena de muerte tanto en la justicia civil como en la militar.
Por esa fecha se debía cumplir una sentencia ratificada por el Supremo Tribunal de Justicia contra Ramón Gadea, por homicidio y robo. Batlle manifestaba que antes renunciaría al gobierno que tener que acatar el fallo judicial. Se sumó entonces a una campaña protagonizada Pedro Figari unos años antes.
En el Mensaje del Poder Ejecutivo decía que la pena de muerte repugnaba al sentimiento público y el espectáculo de las ejecuciones era desmoralizador, debíase confiar en que el que a delinquir se detendría siempre, más que por el miedo a esa pena, por el poderoso instinto que se resiste en nuestro organismo a que se inflija un mal físico a un semejante, y más violentamente aun a que se derrame su sangre. La pena de muerte conspiraba contra ese sentimiento protector, porque el prolongado suplicio a que es sometido el reo no puede menos que familiarizarnos con hechos de esa naturaleza; hacernos cada vez más insensibles al dolor ajeno y amortiguar el horror que nos produce la supresión de la vida humana por la violencia.
La ley se aprobó el 23 de setiembre de 1907 y desde su segunda reforma, nuestra Constitución ampara la vida de una justicia criminal.
Hablamos de un 27 de junio, fue el pasado 9 de febrero que se despidió de este mundo Robert Badinter, que siendo Ministro de Justicia de François Mitterrand, fue artífice de la abolición de la pena de muerte en Francia que rigió hasta 1981. Si, leyeron bien, 1981!
Era hijo de judíos de Besarabia inmigrados a Francia. Su padre, Simón, fue deportado por los nazis al campo de exterminio de Sobibor, donde fue asesinado.
En los años de la ocupación nazi, durante la Segunda Guerra Mundial, sufrió de manera dramática la Francia antisemita y colaboracionista. Pero también encontró con su madre y su hermano refugio en un pueblo de la Saboya, lo que les permitió sobrevivir.
Contaba Le Monde en su obituario que el sentimiento de revuelta ante la injusticia nació en él al terminar la guerra, cuando un profesor suyo, al que había admirado, fue condenado a muerte por colaborar con los nazis. El profesor fue finalmente indultado, pero el joven Badinter entendió en este momento algo que para él resultaría esencial. Una cosa es la venganza. Otra, la justicia.
Marc Bassets dice en el País de Madrid que hay momentos decisivos en la vida de todo humano. Para Badinter, uno fue la desaparición de su padre. Otro, ya adulto y como abogado de prestigio, la defensa en 1971 de Roger Bontems, condenado a muerte por complicidad en el asesinato de una enfermera y un guardián durante un motín en una prisión. El otro condenado y autor material de los hechos, Claude Buffet, había escrito al presidente de la República, Georges Pompidou, pidiendo ser ejecutado y le había prometido que, en caso de indulto, volvería a las andadas. Pompidou rechazó el indulto tanto para Buffet como Bontems, el cliente de Badinter.
De madrugada, en la prisión parisina de la Santé, el abogado escuchó desde el despacho del director el ruido de la cuchilla que decapitaba a Bontems. En una entrevista con el semanario Le 1, en 2021, todavía recordaba que en aquel momento pensó: “’No es posible, ¡nunca más! Mientras pueda, combatiré contra la pena de muerte. Una justicia que mata no es justicia”
Habría de pasar una década para que, como recién estrenado ministro de Justicia de Mitterrand, Badinter redactase y defendiese la ley cuyo primer artículo proclamaba: “La pena de muerte queda abolida.”
Antes, había salvado la cabeza, como abogado, a cinco condenados a la guillotina.
El caso decisivo fue el de Patrick Henry, en 1977, condenado a muerte por haber secuestrado y asesinado a un niño. “Deliberadamente, sustituí el proceso de Patrick Henry por el proceso a la pena de muerte”. Es decir, en su alegato final, el abogado no defendió a un asesino: acusó a la guillotina. Terminó así: “Un día, sin duda no lejano, se abolirá la pena de muerte en Francia como ya es caso en toda Europa occidental. Y ustedes se quedarán con su condena. Y un día se lo contarán a sus hijos, o se enterarán de que han condenado a un chico y verán sus miradas…” Cuatro años después, y pese a que el 62% de franceses estaban en contra de su proyecto, Francia dejó de ser una excepción europea.
Ante la Asamblea Nacional de Francia, en 1981, Robert Badinter expresó:
Esta comunión de espíritu, esta comunidad de pensamiento a través de divisiones políticas muestra claramente que el debate que hoy está abierto es ante todo un debate de conciencia y la elección que cada uno de ustedes haga será un compromiso personal.
Han pasado casi dos siglos desde que en la primera asamblea parlamentaria conocida en Francia, Le Pelletier de Saint-Fargeau pidió la abolición de la pena capital. Fue en 1791. Miro la marcha de Francia. Francia es grande, no sólo por su poder, sino más allá de su poder, por la brillantez de las ideas, de las causas, de la generosidad que prevaleció en momentos privilegiados de su historia. Francia es grande porque fue la primera en Europa en abolir la tortura a pesar de los espíritus cautelosos que en el país, exclamaban entonces que, sin la tortura, la justicia francesa estaría desarmada, que sin la tortura, los buenos súbditos serían entregados a la justicia.
Francia fue uno de los primeros países del mundo en abolir la esclavitud, este crimen que todavía deshonra a la humanidad. Resulta que Francia habrá sido, a pesar de tantos esfuerzos valientes, uno de los últimos países, casi el último –y bajo la voz para decirlo– de Europa occidental de la que tantas veces ha sido patria y polo, en abolir la pena de muerte.
¿Por qué llegas tarde ? Esta es la primera pregunta que nos surge. Esto no es culpa del genio nacional. Es de Francia, es de este recinto, a menudo, de donde han surgido las voces más grandes, las que han resonado más alto y más lejos en la conciencia humana, las que han apoyado, con la mayor elocuencia, la causa de la abolición. ¿Cómo, en este recinto, no pensar también en Gambetta, Clemenceau y, sobre todo, en el gran Jaurès? Todos se levantaron. Todos apoyaron la causa de la abolición. Entonces, ¿por qué persistió el silencio y por qué no pudimos ponerle fin?
Tampoco creo que sea por el temperamento nacional. Ciertamente, los franceses no son más represivos ni menos humanos que otros pueblos. Lo sé por experiencia. Los jueces y jurados franceses saben ser tan generosos como los demás. Entonces la respuesta no está ahí. Hay que buscarlo en otro lado. Por mi parte, veo una explicación de carácter político. ¿Por qué ?
La abolición, como dije, ha reunido, durante dos siglos, a mujeres y hombres de todas las clases políticas y, mucho más allá, de todos los estratos de la nación. Pero si consideramos la historia de nuestro país, notaremos que la abolición, como tal, siempre ha sido una de las grandes causas de la izquierda francesa. Cuando digo izquierda, compréndanme, me refiero a fuerzas de cambio, fuerzas de progreso, a veces fuerzas de revolución, aquellas que, en cualquier caso, hacen avanzar la historia.
Recordé 1791, la primera Asamblea Constituyente, la gran Asamblea Constituyente. Por supuesto, no la abolió, pero planteó la cuestión, una audacia prodigiosa en la Europa de aquella época. Redujo el alcance de la pena de muerte, más que en cualquier otro lugar de Europa.
La primera asamblea republicana que conoció Francia, la Gran Convención, el 4 de Brumario, año IV de la República, proclamó que la pena de muerte quedaba abolida en Francia desde el momento en que se restableciese la paz general. Se restableció la paz pero con ella llegó Bonaparte. Y la pena de muerte se incluyó en el Código Penal. Pero sigamos el impulso. La Revolución de 1830 generó, en 1832, la generalización de atenuantes; el número de condenas a muerte se redujo inmediatamente a la mitad.
La Revolución de 1848 supuso la abolición de la pena de muerte en materia política, que Francia no volvió a cuestionar hasta la guerra de 1939.
Entonces sería necesario esperar hasta que se estableciera una mayoría de izquierda en el centro de la vida política francesa, en los años siguientes a 1900, para que la cuestión de la abolición se sometiera nuevamente a los representantes del pueblo. Fue entonces cuando Barrès y Jaurès se enfrentaron, en un debate cuya historia de la elocuencia conserva piadosamente la memoria viva.
Jaurès –a quien saludo en nombre de todos ustedes– fue, de todos los oradores de izquierda, de todos los socialistas, el que llevó la elocuencia del corazón y la elocuencia de la razón, el que sirvió, como persona, socialismo, libertad y abolición.
Jaurès pertenece, como otros políticos, a la historia de nuestro país. Pero debo recordar, puesto que, evidentemente, sus palabras no se apagan en usted, la frase que pronunció Jaurès: “La pena de muerte es contraria a lo que la humanidad durante dos mil años ha pensado en lo más alto y soñado en lo más noble. Es contrario tanto al espíritu del cristianismo como al espíritu de la Revolución.
En 1908, Briand, a su vez, se comprometió a solicitar a la Cámara la abolición. Curiosamente no lo hizo haciendo uso de su elocuencia. Trató de convencer presentando ante la Cámara un hecho muy simple, que la experiencia reciente –de la escuela positivista– acababa de sacar a la luz.
De hecho, observó que, como resultado de los diversos temperamentos de los sucesivos Presidentes de la República, en este momento de gran estabilidad social y económica, la práctica de la pena de muerte había evolucionado significativamente a lo largo de dos diez años: 1888-1897
Desde entonces –setenta y cinco años– ninguna asamblea parlamentaria ha recibido jamás una solicitud para abolir la pena de muerte. Estoy convencido – esto le agradará – de que ciertamente tengo menos elocuencia que Briand, pero estoy seguro de que usted tendrá más coraje y eso es lo que cuenta. Podemos preguntarnos: ¿por qué no había nada en 1936? La razón es que a la izquierda se le estaba acabando el tiempo. La otra razón, más sencilla, es que la guerra ya pesaba en la mente de la gente. Sin embargo, los tiempos de guerra no son propicios para plantearse la cuestión de la abolición. Es cierto que la guerra y la abolición no van juntas.
Por mi parte, estoy convencido de que si el Gobierno de Liberación no planteó la cuestión de la abolición es porque los tiempos difíciles, los crímenes de guerra, las terribles pruebas de la ocupación hicieron que las sensibilidades no estuvieran preparadas a este respecto. No sólo debía regresar la paz de las armas sino también la paz de los corazones.
Este análisis también se aplica a los tiempos de la descolonización. Sólo después de estas pruebas históricas pudo realmente presentarse a vuestra asamblea la gran cuestión de la abolición. No voy a profundizar más en la cuestión –lo hizo el señor Forni–, pero ¿por qué, durante la última legislatura, los gobiernos no quisieron que la abolición se remitiera a su Asamblea cuando la Comisión Jurídica y tantos de ustedes, con valentía, lo pidieron? ¿debate?
Algunos miembros del Gobierno – y no los menos importantes – se habían declarado, a título personal, a favor de la abolición, pero al escuchar a quienes tenían la responsabilidad de proponerla teníamos la sensación de que, en este ámbito, todavía era urgente esperar.
Espera, después de doscientos años! ¡Esperad, como si la pena de muerte o la guillotina fueran una fruta que hay que dejar madurar antes de recogerla! ¿Esperar?
Sabemos bien que la causa fue el miedo a la opinión pública. Además, algunos les dirán, Señorías, que al votar a favor de la abolición estarían ignorando las reglas de la democracia porque estarían ignorando a la opinión pública. No es así. Nadie más que usted, en el momento de la votación sobre la abolición, respetará la ley fundamental de la democracia.
Puesto que ningún hombre es totalmente responsable, puesto que ninguna justicia puede ser absolutamente infalible, la pena de muerte es moralmente inaceptable. Señor Guardián de los Sellos. El máximo magistrado de Francia, Sr. Aydalot, al final de una larga carrera enteramente dedicada a la justicia y, durante la mayor parte de su actividad, afirmó que, en la medida de su peligrosa aplicación, la pena de muerte se había convertido en insoportable para él, el magistrado.
Puesto que ningún hombre es totalmente responsable, puesto que ninguna justicia puede ser absolutamente infalible, la pena de muerte es moralmente inaceptable. Para aquellos de nosotros que creemos en Dios, sólo Él tiene el poder de elegir el momento de nuestra muerte. Para todos los abolicionistas, es imposible reconocer el poder de la muerte en la justicia humana porque saben que es falible.
La elección que se ofrece a vuestra conciencia es, pues, clara: o nuestra sociedad rechaza una justicia que mata y acepta asumir, en nombre de sus valores fundamentales –aquellos que la han hecho grande y respetada entre todos– la vida de quienes incluso hubieren cometido crímenes horrendos o demenciales. O esa sociedad cree, a pesar de la experiencia de siglos, que el crimen desaparece con el criminal, y eso es la eliminación. Rechazamos esta justicia de eliminación, esta justicia de angustia y de muerte, decidida con su margen de azar. Lo rechazamos porque para nosotros es antijusticia, porque es pasión y miedo triunfando sobre la razón y la humanidad.
Mañana, gracias a vosotros, la justicia francesa ya no será una justicia que mata. Mañana, gracias a vosotros, no habrá más, para nuestra vergüenza común, ejecuciones furtivas, al amanecer, bajo el dosel negro, en las cárceles francesas. Mañana se pasarán las páginas sangrientas de nuestra justicia. En este momento más que en ningún otro tengo la sensación de asumir mi ministerio, en el sentido antiguo, en el sentido noble, el más noble que existe, es decir en el sentido de ‘servicio’. Mañana votarán a favor de la abolición de la pena de muerte. Legislador francés, de todo corazón, se lo agradezco.