A la hora que este editorial verá la luz, la marcha de la diversidad estará ya culminando y se habrán cumplido 30 años desde que una primera, tímida manifestación inauguró la exposición pública de un reclamo a una organización social imperfecta. Los orígenes de la marcha, con ser parte de una historia rica en valores —la consecución de mayores espacios de libertad lo es— son, empero, tan tristes como épicos.
Porque la conquista de la igualdad generalmente no se origina en concesiones graciosas por reconocimientos generosos de uno, o varios grupos, a otro o varios otros. No; en el medio ha existido el estado de opresión, discriminación y angustia solo descriptible por aquellos que lo han vivido. No intentaremos explicarlo en estas líneas.
Sí, en cambio, vale la pena detenerse en la evolución de los derechos. Siempre será bueno para el colectivo poder regocijarse en la expansión de la libertad y la equidad, aún cuando no todos perciban su importancia o tomen parte en tal regocijo. Justamente eso es una muestra más de la diversidad y la imprescindible tolerancia a la misma.
La evolución de la especie, condicionada por creencias, ideologías, medioambientes naturales, circunstancias artificiales, leyes, fronteras, conocimiento e instinto, seguramente no ha alcanzado su estado perfecto de desarrollo. Posiblemente nunca lo haga: siempre hay nuevas cumbres.
No obstante, en el transito a la utopía, lo diverso, lo distinto —desde el más básico distingo del género, pasando por la raza— no debería ser motivo para una inequidad fundamentada en la irracionalidad y —oh sorpresa— generalmente encubierta en el afán de domino en que los privilegios de unos se imponen al padecimiento de otros.
Naturalmente, no pretendemos hoy, ni por asomo, enunciar cuestiones filosóficas o sociológicas. Baste reconocer, sin embargo, que en el Estado de Derecho la única pena posible es aquella que deriva de una norma legal que protege bienes jurídicos específicos cuyo resguardo hace a la convivencia. Fuera de ello estaremos ante imposiciones sin asidero aunque se basen pretendidamente en la religión o erróneamente en la moral.
Por eso esta noche acompañamos la marcha de la diversidad.
Y lo hacemos en tanto instrumento hábil para afirmar derechos que, felizmente, nuestro ordenamiento reconoce como naturales a los seres humanos: la efectiva igualdad mas allá de sexo y la raza, la libertad para ejercer la sexualidad de acuerdo a las opciones que identifiquen a cada persona con su esencia, y —tan importante como el enunciado de principios— clamando, cuando aún no se haya logrado, por una legislación capaz de emparejar los desequilibrios que se arrastran desde que regían preceptos propios de un estado imperfecto.
Y la acompañaremos en ese entendido hasta que ya no sean necesarias más marchas y las fechas de celebración sean para reafirmar que el sentido de igualdad nos es tan propio como inherente a su ejercicio.