(*)Economista y escritor. Exsubsecretario de Economía y exembajador de Chile
El Diccionario de la Real Academia Española define ambiguo en su primera acepción, referida al lenguaje, como “que puede entenderse de varios modos o admitir distintas interpretaciones y dar, por consiguiente, motivo a dudas, incertidumbre o confusión”. Y en la segunda, relativa a las personas, “que, con sus palabras o comportamiento, vela o no define claramente actitudes u opiniones”. Escrita o actuada, la ambigüedad es, pues, algo negativo: genera incertidumbre o confusión o vela actitudes y opiniones.
En política la ambigüedad suele confundirse con el oportunismo, con la actitud de “estar donde calienta el sol”. Es un error. El comportamiento oportunista refleja claridad de objetivos, una actitud predeterminada. La ambigüedad es su opuesto: la falta de claridad acerca de objetivos y quizás de principios, la incapacidad de definir un rumbo de acción al quehacer político: la nada.
En su libro “Salvador Allende. La izquierda chilena y la Unidad Popular” Daniel Mansuy describe bien la ambigüedad que terminó por regir el comportamiento del Presidente Allende. Su incapacidad de definir un rumbo preciso a su quehacer, para quedarse en lo que el mismo Mansuy describe como la “vía allendista al socialismo”, esto es “…el modo en que … Allende fue ajustando su acción y su discurso a las diversas presiones y coyunturas”. Una actitud que no ocultaba el verdadero dilema que el Presidente era incapaz de resolver: quedarse “en una estación intermedia” del proceso, al costo de romper con su coalición que no dudaría en calificarlo de traidor, o seguir adelante con un proceso que inevitablemente llevaba al conflicto, pero manteniéndose leal a su gente, a los revolucionarios. Esa ambigüedad, esa incapacidad de decidir, sólo se saldó con el trágico final conocido. Y lo fue en un momento en el que, justamente por esa ambigüedad, su propia gente, esa con la que fue incapaz de romper, probablemente lo consideraban cualquier cosa menos un revolucionario.
Desde estas mismas páginas he hecho ver, más de una vez, la analogía entre el dilema del presidente Allende y el dilema del presidente Boric. La necesidad de que este último se decida definitivamente por la consolidación de una alianza de centro, rompiendo con el lastre que hoy le significan la mayoría de los partidos del Frente Amplio y el Partido Comunista. Sobre esa base se abrirían posibilidades efectivas de negociación y acuerdos con la oposición de derecha (no con toda ella, probablemente) y su gobierno escaparía de la parálisis e impotencia que lo ha caracterizado hasta ahora.
Sin embargo Boric se ha mostrado, hasta hoy, incapaz de resolver su dilema. Como Allende, parece entregado a “la posibilidad de ajustar su acción y su discurso a las diversas presiones y coyunturas”. Un ejercicio que a Allende, con mucha más experiencia y estatura que Boric, no lo llevó a buen puerto y que es probable que tampoco a Boric le dé un buen resultado. Por de pronto sólo le ha servido para mantener una suerte de movimiento pendular entre las dos alas de su coalición, lo que lo lleva, y sólo es el ejemplo más reciente, por una parte a celebrar frente a empresarios y probables inversionistas españoles los logros alcanzados por el país en los treinta años anteriores a su mandato, o a provocar las iras de Lula al proponer que los países de Celac condenen la invasión rusa a Ucrania, pero simultáneamente a condecorar a Baltazar Garzón y a declarar en una entrevista radial que en Chile no se podía pedir cerrar el duelo puesto que no había habido justicia (en Chile, en donde todos los jefes de la DINA y la CNI cumplen condena y dos ya han muerto en la cárcel).
Es decir, un péndulo que quiere, al mismo tiempo, quedar bien con unos y otros sin entender que eso, finalmente, lo aleja de unos y otros.
Pero nuestro verdadero drama es que parece que la ambigüedad ha alcanzado también a la oposición, lo que convierte a nuestro país en el reino de lo ambiguo. Veamos un caso: después de haber rechazado la utilización de las acusaciones constitucionales como vulgar arma de contingencia política, actividad de la que hizo uso y abuso la oposición al Presidente Piñera, quienes gobernaron con ese Presidente y fueron víctimas de ese comportamiento han caído en el mismo vicio.
Esta vez decidieron seguir las aguas de dos parlamentarias del Partido Social Cristiano, que presentaron una acusación en contra del ministro de Educación alegando un sinnúmero de infracciones a la Constitución aunque nadie podía dudar que el problema de ellas, su resentimiento, tenía que ver con el capítulo 1 de esa acusación: el ministerio había implementado unas “jornadas nacionales de educación no sexista” que a ellas, representantes de un partido confesional, les pareció una infracción… ¡a la Constitución! El tema, pues, era el sexo. Algo que sin duda debe preocupar mucho a las parlamentarias, sobre todo si se tiene en consideración que el ministro jamás ha ocultado su condición de homosexual.
La cuestión podría haber quedado ahí, sólo como la expresión de la preocupación particular de las parlamentarias sobre el tema. Pero no. La derecha al completo, la misma que repudiaba las acusaciones constitucionales irresponsables, decidió respaldar esta acusación. Para no verse envueltos en las motivaciones de las parlamentarias social cristianas, desde las filas opositoras se escucharon reclamos relativos a la incapacidad y mal desempeño del ministro -algo en lo que casi todo el mundo coincide- sin reparar que tener un mal desempeño puede vulnerar severamente la imagen de un gobierno, pero no vulnera la Constitución.
La admisibilidad de la acusación fue finalmente rechazada por la Cámara, sólo gracias a que algunos diputados de derecha votaron en consciencia, según mandata la Constitución. Lo lamentable fue que desde la misma derecha arremetieron en contra de estos parlamentarios y su partido. Para quienes criticaban, plegarse o no a la acusación era la prueba de la blancura de algún tipo de pureza que no quedó clara en los denuestos, pero que llevó a algunos y algunas de los críticos a poner en duda, incluso, la continuidad de su coalición. En suma, la repetición casi calcada de lo que ocurría hace no mucho, cuando ellos gobernaban y los actuales gobernantes practicaban como deporte presentar acusaciones constitucionales.
¿Se mantiene la derecha chilena como un conglomerado serio y ajeno a la politiquería? ¿O es que se abandonó a su anhelo de ver derrotado al gobierno y no vacila en aplicar los mismos métodos politiqueros que antes criticó? No lo sabemos, “no define claramente actitudes u opiniones”, es ambigua.