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El único misterio que queda por despejar
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La semana que pasó fue pródiga en análisis y remembranzas de lo sucedido hace dos años. Y no podía ser menos ni podía ser mejor. El plebiscito del 4 de septiembre de 2022 ha sido, por lejos, el evento más importante que ha acaecido a nuestra democracia y a nuestra república en lo que va corrido de este siglo. Y el hecho que se lo recuerde con tanta intensidad habla bien de nuestra madurez como nación y como democracia, porque ese evento no fue un episodio más durante un largo período de eventos conmovedores: fue el parteaguas que marcó el antes y el después de una década de desvaríos sociales que, ese día, acabaron.

No es que lo que siguió no haya estado exento de situaciones bizarras ni que esos diez años de cordura perdida no nos haya dejado como herencia una situación de polarización política que hasta hoy tiende a paralizarnos. Pero sí se puede afirmar que lo peor, lo que podría haber sido culminación natural de una década de desaciertos políticos y exuberancias sociales: la aprobación de una Constitución de la República cuyo efecto principal era paradojalmente la destrucción de la República, ese día fue finalmente contenida.

Aunque quizás ese final comenzó a anunciarse con la elección de la Convención Constitucional. Porque lo que muchos interpretaron exclusivamente como una derrota del gobierno de Sebastián Piñera -que por cierto lo fue- también fue una demostración de que los excesos y desvaríos que se habían iniciado con el “estallido” ya habían dado todo de sí. Que de allí no podía salir nada serio ni constructivo; que ese “estallido” había sido sólo eso: un simple estallido, un momento de mal humor nacional. Un momento de mal humor que terminaba con un gesto de humor negro y una risotada amarga. Que terminaba con la elección de una Convención que no era de tomar en serio; con una en la que los personajes principales se llamaban Dinosaurio Dino, Tía Pikachú o Rojas Vade y en la que los intelectuales llamados a conducir eran sólo figuras del espectáculo, como Daniel Stingo o académicos constituidos en héroes de jóvenes que se dejaban impresionar por su verbo fluido, como Jaime Bassa o Fernando Atria.

Así fue. Los millones que quisieron alertar a los políticos que habían venido cometiendo errores durante años, saliendo a las calles los primeros días de protesta pasiva -antes de que el vandalismo y la delincuencia común los reemplazara- no quisieron aprovechar la oportunidad de elaborar una Constitución a la medida de las necesidades reales del país y, cansados o aburridos, le dejaron la tarea a ese espectáculo circense en que rápidamente derivó la Convención. Porque, en una asamblea en la que eran absoluta minoría las personas que podían hacer aportes reales a la elaboración de un marco normativo a la altura de una democracia digna del siglo XXI, lo que siguió fue una verdadera orgía de demagogia refundacional e identitaria que, con cada artículo e inciso que aprobaba, se alejaba un paso más no sólo de los sentimientos mayoritarios en el país, sino que también de quienes los habían elegido. Ellos, borrachos de soberbia, probablemente nunca se dieron cuenta, pero con sus desplantes y excesos no hicieron más que pavimentar cotidianamente el camino que llevaba al resultado del 4 de septiembre y al fin del período de insensatez que el país había vivido durante diez años.

Eso es lo que se ha recordado ahora. Muchos de los protagonistas de entonces siguen siendo protagonistas hoy. El Presidente de la República, que se jugó todo el capital político con que llegó a su cargo apostando a la aprobación de la absurda Constitución que se nos propuso, sigue siendo Presidente. Ha dado muestras de haber madurado luego de esa experiencia, aunque recaídas en su lenguaje y en su comportamiento cotidiano hacen pensar a veces que quizás algo -o mucho- queda del joven con ínfulas de refundador que llegó a La Moneda. Sus ministros y sobre todo algunas de sus ministras que hoy lucen elegantes y circunspectas, parecen haber dejado muy olvidado en el pasado aquel loco episodio de su juventud -el de hace dos años- en que hacían imprimir por cientos de miles o quizás millones los ejemplares del proyecto propuesto y recorrían el país promoviéndolo.

Otros más, como Atria y Bassa, aprovechan hoy la efeméride para recordarnos que ellos siguen pensando igual y que todavía esperan un futuro en que las mayorías los descubran y los aplaudan como antes los aplaudían sus jóvenes alumnos. Y las fuerzas políticas que estuvieron detrás de los protagonistas de primera línea -tanto durante la parte insurreccional del “estallido” como durante los trabajos de la Convención- esto es el Partido Comunista y los partidos del Frente Amplio, guardan silencio y esperan su momento. Ninguno de esos comportamientos, desde luego, debe sorprendernos. Ellos creen de verdad en lo que creen, son honestos al proclamarlo cuando deciden hablar y no engañan a nadie. Con ellos no hay misterio.

No se puede decir lo mismo, sin embargo, de los partidos políticos que hoy se agrupan en el Socialismo Democrático y voy a incluir en ese grupo, por esta vez, a la Democracia Cristiana. El único enigma que dejó el episodio que celebramos la semana que pasó, es el comportamiento de esos partidos. Un enigma que se traduce en una sola interrogante: ¿qué llevó a partidos mucho más que centenarios o casi centenarios como el Radical y el Socialista, o partidos con una rica historia de contribución a la historia política de nuestro país como la Democracia Cristiana o el Partido por la Democracia, comprometidos según rezan sus declaraciones de principios con la democracia tal como la hemos practicado y la hemos ido perfeccionando a lo largo de nuestra vida republicana, a comportarse como lo hicieron? A declararse a favor y a buscar la aprobación de una Constitución que desmembraba al país en territorios autónomos, que proclamaba la existencia de tantos sistemas judiciales como pueblos originarios decidieran reclamarlos, que eliminaba al Senado de la República, que sometía el derecho de propiedad a  condiciones prácticamente confiscatorias aplicando un “justo precio” en lugar del precio de mercado en las expropiaciones y, así, un largo rosario de proposiciones que competían entre sí por destruir al Estado democrático, por desmembrar nuestro territorio y por entregarnos como guía valórica cuanto principio identitario era posible imaginar.

Ese es el único misterio que deja ese episodio de nuestra historia y probablemente sus protagonistas no estén hoy, como no estaban entonces, en condiciones de explicar su absurdo comportamiento. Lo que sí debieran contestar, porque no es cosa del pasado, sino que del presente y sobre todo del futuro de nuestro país, es la gran interrogante política que debería definir su identidad: si tuvieran que enfrentarse a una nueva decisión como la que enfrentaron el 4 de septiembre de 2022 ¿volverían a votar Apruebo?

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