La Carta Magna de 1978 previó un modelo de descentralización política expresamente destinado a facilitar la creación de entidades autonómicas históricas: Cataluña, País Vasco y Galicia. Al resto del territorio del Estado le ofreció la posibilidad –que no la obligación– de constituirse en Comunidades Autónomas, como finalmente se hizo, hasta completar el mapa que conocemos. Eso fue lo que acordó el constituyente y eso mismo fue lo que ampliamente aprobaron los españoles aquel 6 de diciembre.
Desde un punto de vista organizativo, la íntegra regionalización del poder político fue una solución correcta. La coexistencia de una España centralizada con otra autonómica no sólo habría sido irracional, sino que la asimetría habría puesto en peligro el principio de indisoluble unidad que también proclama la Constitución. Inútiles eufemismos aparte, España es hoy un Estado federal que, como tal, debería funcionar conforme a criterios de cooperación horizontal y vertical; formalmente homogéneo, pero culturalmente diverso.
Hace hoy catorce días, en este mismo lugar, me referí a Ortega y su «sugestivo proyecto de vida en común» que propuso hace ya más de cien años. Como tantos otros países, España es un artificio creado sobre el trabajo de muchas generaciones. Artificio que precisa vertebración, porque no existe una naturaleza hispana; fueron los gobernantes quienes nos unieron hace mucho tiempo. Con todo, juntos hemos hecho de este un gran país en el que merece la pena convivir y progresar; una patria de la que enorgullecerse. Importaría que la política, lejos de fomentar el recelo entre hunos y hotros, educara en esos valores; que se preocupara de conocer los motivos de quienes prefieren romper amarras y acabara con el odioso mantra de la Antiespaña. ¡Como si sólo hubiera una forma de ver las cosas! Importa convencer, no vencer; ponernos en lugar del otro y, como el Principito y el zorro, aprender a entendernos, sentándonos cada día un poco más cerca.
No se construye España sobre el reproche mutuo, tan efímero como potencialmente letal, sino sobre un diálogo que trascienda de la coyuntura del momento. No dejemos que la mala política nos convierta en estatuas de sal, de tanto mirar atrás. Nos dimos unas reglas que probablemente convenga adaptar a los nuevos tiempos, pero que, en tanto no cambien, son las que hay. Sobre esa base, que decaigan los prejuicios y prime ese sugestivo proyecto, porque merece la pena. Sólo se perdona lo que se recuerda; lo demás… es demencia.