Uno de los más graves problemas del mundo bipolar es el progresivo desconocimiento del centro, ignorando que es imposible entender la política desde la división exclusiva entre la izquierda y la derecha. Existe un punto divisorio del cual hay que partir en la división geométrica: el centro, para allá o acullá, hacia un lado o hacia otro.
El centro, que existe por una buena razón.
El centro, que pone en su lugar las cosas al momento de calificar como buena o mala la promoción de más derechos o libertades, sin importar de donde venga la idea. Que el exceso de libertad no es tan bueno cuando se trata de portar armas, ni es tan malo cuando se refiere a la dignidad de una muerte asistida. Lo bueno o lo malo del impulso de derechos o libertades en definitiva tiene que pasar por un criterio crítico: en qué medida aquellos y éstas benefician al individuo y al colectivo.
El ejercicio, como todos los que importan un grado de complejidad, podrá presentar contradicciones o confusiones, puede ser. Pero superará la irracionalidad que suele acompañar a la descalificación propiciada por posiciones radicales. Éstas, en su esquematización y simplificación de las cosas pasan por alto la riqueza de los matices, que, desde el centro, evitan que los extremos se toquen.
Lamentablemente Uruguay no está blindado contra los extremismos, que las modas radicales del mundo binario andan por ahí sueltas haciendo estragos, transitando el camino por donde se empieza a perder la calidad democrática.
Por eso no deja de preocupar la tendencia al barrido de los centros en las colectividades tradicionales y neotradicionales uruguayas. El anunciado renuncio del líder seregnista Mario Bergara, o la “plancha” del exfiscal Gustavo Zubía —más que a favor de algo, en contra de su correligionario Robert Silva— van por ese camino, y no sin consecuencias.
Así, por ejemplo, imaginemos sólo por un instante la ausencia de Danilo Astori apoyando una salida a la crisis del año 2002 y recordemos la triste votaciones del Partido Colorado en contra del aborto. Con ello apreciaremos la utilidad de ir para un lado u otro del espectro político —sea centro izquierda, sea centro derecha—sin promover extremos que, más de las veces, responden o se encuadran en intereses corporativos o meramente personales.
Lo malo, desgraciadamente, es que esa defensa de intereses corporativos o la ubicuidad política personal muchas veces se pinta de idealismo cuando en realidad es la búsqueda o perpetuación del poder en unos casos, o, lisa y llanamente, el acomodo dentro de la profesionalización de la política, en otros. Cosas que nada o poco tienen que ver con la República y su perfeccionamiento.
Se podrá argüir que presentar opciones en blanco y negro es más funcional al mundo de las redes sociales y las discusiones triviales, es cierto. Se podrá insistir que el debate y el Ateneo no caben en el mundo que tiende a la polarización simplificada y simplista. Pero, ¿es el rumbo correcto?
Más aún, en los países en que las soluciones simples a los problemas complejos son las que abundan, donde teñidas por la ideología las emociones se sobreponen a la razón, donde la descalificación se impone a la negociación, ¿no es donde los problemas sociales persisten, donde la democracia se envilece, donde las instituciones republicanas se socavanl?
¿No es allí, donde el espíritu crítico ha desaparecido, a fuerza de la banalización de los argumentos complejos?