En el orbe globalizado y en la era de las comunicaciones frenéticas, nada de lo que ocurra al exterior de nuestras fronteras nos debería ser extraño. El impacto caerá sobre nosotros, de una forma u otra, de seguro.
Así, tener un aparato como Milei a la vuelta de la esquina –como lo tuvimos a Fernández– o, un tanto más al noreste, saber que Lula nos mira de reojo –como nos miró Bolsonaro– nos rozará de cerquita.
Pero saber que Vladimir Putin se echa de guiñadas con el líder norcoreano Kim Jon-Un, que viene ejerciendo el poder despótico desde que tiene 27 años y que casi a esa misma edad el francés Jordan Bardella podría convertirse en el próximo primer ministro de Francia, además de resultar aterrador, podría cambiar al mundo como lo conocemos. . . para mal.
Por más que el pacto entre rusos y coreanos asegura a las partes la defensa de unos a otros en caso de agresión externa, desde Estados Unidos y Europa, el abrazo entre los líderes asiáticos tiene ulterioridades: asegurarle a Putin que dispondrá de armamento coreano para seguir sustentando la invasión a Ucrania.
Mientras tanto, desde Francia, el binomio Marine Le Pen-Bardella, no causa el terror a manos de Putín-Kim, pero seguramente sería la gran despedida a cualquier posibilidad de acuerdo entre la Unión Europea y el Mercosur. El domingo lo sabremos, mientras los dedos se cruzan para que entre los galos el centro continue valiendo la pena.
A todo esto la peculiar forma en que la Suprema Corte estadounidense entendió la inmunidad de la que goza Trump en las acciones por las cuales está sometido a juicio, y cuya resolución no ocurrirá antes de las elecciones de noviembre, tendrá una obvia repercusión en Estados Unidos. Pero el precedente será malo de aquí para adelante, y cuanto más malo el presidente, peor.
La inmunidad está garantizada cuando el presidente –Trump y los que vengan– lleve a cabo acciones oficiales, mientras que las reservadas a su obrar particular, no. Los jueces en disenso –la mayoría fue seis a tres, los indicados por presidentes conservadores contra los nominados por presidentes liberales– fueron lacónicos.
Luego de este dictamen el presidente será «un rey por encima de la ley», escribió la magistrada Sonia Sotomayor, en nombre de los discordantes. «¿Ordenar al Equipo Seal 6 de la Marina asesinar a un rival político? Inmune. ¿Organiza un golpe militar para aferrarse al poder? Inmune. ¿Acepta un soborno a cambio de un indulto? Inmune, inmune, inmune».
A mi por aquello de que un acto oficial, para serlo, ha de ser legítimo, se me ocurre que la oficialidad no puede ser interpretada contranatura. Si la Constitución le da el poder al presidente para actual oficialmente, no lo puede hacer en contra de sus propios preceptos.
No obstante, la percepción del pueblo americano, en un 71%, es que la decisión de la Suprema está politizada y que, desde que Trump podría quedar sin juicio y castigo luego de un proceso criminal, de aquí en más se abre al primer mandatario una suerte de «todo vale» ilimitado.
El asunto me hace acordar a aquella frase «el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. Espeluzna pensar en un mundo donde el jefe del Poder Ejecutivo puede ejercer el poder en forma desembozadamente inimputable. House of Cards.
Menos mal, a todo esto, que Kreir Starmer, en una suerte de balance ante triunfos de radicalismos de derecha, ha venido a dar un cierto respiro en Europa. Por suerte, sin radicalismo de izquierda. El mundo, mirando a Inglaterra, agradecido.