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El libro de Mansuy
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(*)Economista y escritor. Exsubsecretario de Economía y exembajador de Chile

Daniel Mansuy ha publicado un auténtico best seller (“Allende. La izquierda y la Unidad Popular”, Penguin Random House). Una estupenda noticia en un país en el que se lee poco y mal. Que el libro que más se vende y se lee no sea la traducción de la versión novelada de una serie de televisión o las revelaciones de una diva de la farándula, ya sería una buena noticia, pero que además se trate de un ensayo que explora en el hecho más determinante de nuestra historia reciente, es todavía una mejor noticia.

En Chile, casi por tradición, la derecha despreció las ideas y dejó el mundo de la intelectualidad como terreno exclusivo de la izquierda. Ser intelectual fue, desde siempre, sinónimo de izquierdista. Por eso el hecho que una parte significativa de esos intelectuales que hoy son escuchados y respetados, sea, como Mansuy, gente identificable como “de derecha”, eleva la calidad de la noticia y de la realidad que nuestro país está viviendo. Sin duda, nos hace un mejor país. Un país en donde la confrontación de ideas es real.

La primera parte del libro de Mansuy es, estrictamente, el análisis pormenorizado de los 1.102 días que van del 3 de noviembre de 1970, cuando Salvador Allende asume el poder, al 10 de septiembre de 1973, el día previo a su inmolación. No es una biografía, no nos explica cómo o por qué Allende llegó a concebir su proyecto de una “vía chilena al socialismo”. Una idea absolutamente suya, única, que contradecía toda la teoría marxista y leninista que había abrazado desde su juventud pues, de acuerdo con ella, revolución era apropiarse del Estado y transformarlo en dictadura del proletariado; pero, cómo hacerlo si al mismo tiempo ese Estado, o al menos una parte de él, era justamente el bastión desde el cual querían iniciarse los cambios. Allende, nos muestra Mansuy, eludió explicar esa paradoja y lo cita: “Chile es hoy la primera nación de la Tierra llamada a conformar el segundo modelo de transición a la sociedad socialista… no hay precedentes en que podamos inspirarnos. Pisamos un camino nuevo; marchamos sin guía por un camino desconocido” (p. 35). No podía impugnarse algo que no existía, ninguna refutación tradicional podía tocar su tesis.

Pero la paradoja persistía. Avanzar hacia el socialismo por la “vía chilena” -y, entonces, cuando se hablaba de “socialismo”, se hablaba de Cuba, la Unión Soviética, los países del Este de Europa- significaba tanto como esperar que las fuerzas políticas que se oponían a ese socialismo aceptaran voluntariamente tal futuro; y que lo hicieran también las Fuerzas Armadas y el Imperialismo, las entidades que la izquierda reconocía como adversarios indiscutibles.

Allende era consciente de ello y que, por lo tanto, las transformaciones para construir el socialismo, desde el Estado capitalista exigían como primer paso un marco constitucional generado desde ese Estado capitalista… pero de características socialistas. Para ello era que requería la aquiescencia de los partidos de centro y de derecha. En esas condiciones y, según Mansuy, probablemente animado por el resultado de las elecciones municipales de abril de 1971 que le dieron, por única vez a lo largo de todo ese proceso, una leve mayoría a los partidos de la Unidad Popular (apenas sobre el 50%), hizo algo quizás ciento por ciento consecuente con su idea de “vía chilena”: el 21 de mayo de 1971, en su primera cuenta pública, le pidió a sus adversarios en el Congreso que abrieran voluntariamente paso al socialismo: “Nuestro sistema legal debe ser modificado. De ahí la gran responsabilidad de las Cámaras en la hora presente: contribuir a que no se bloquee la transformación de nuestro sistema jurídico”. El mensaje contenía, además, una amenaza apenas velada: “Del realismo del Congreso depende, en gran medida, que a la legalidad capitalista suceda la legalidad socialista… sin que una fractura violenta de la juridicidad abra las puertas a arbitrariedades y excesos que, responsablemente, queremos evitar”. (p.37)

Se necesitaba una mayoría parlamentaria para que esa petición tuviera una respuesta positiva. Para ello era necesario “ganarse las capas medias”. Y ganarse las capas medias significaba obtener el apoyo de La Democracia Cristiana. Pero ahí había otra paradoja: el socialismo no era un socialismo “de capas medias”, era una revolución proletaria, por lo tanto, para ganarse a esas capas medias era necesario renunciar al socialismo (o lograr que éstas apoyaran al socialismo, aún conscientes de que, en el futuro, les llegaría a ellas también el momento de ser abolidas, lo que resultaba absurdo). De ahí que el Partido Socialista, el Mapu y posteriormente la Izquierda Cristiana, que eran parte de la UP, y el MIR, que no lo era, se opusieran hasta el último día y de manera tenaz a cualquier acuerdo y aún negociación con la Democracia Cristiana. Una actitud que, dado que las decisiones dentro de la Unidad Popular debían tomarse por unanimidad, impidió siquiera la posibilidad de que un acuerdo de ese tipo prosperara.

En esas condiciones, concluye Mansuy “La vía chilena al socialismo fue, fundamentalmente, la vía allendista al socialismo; y la vía allendista fue, a su vez, el modo en que el mismo Allende fue ajustando su acción y su discurso a las diversas presiones y coyunturas” p. 40

Y lo hizo luego de tomar consciencia de que la aplicación de una política que conducía -reafirmando la ortodoxia marxista- al enfrentamiento que elucidara de una vez por todas la cuestión del poder, tendría efectos desastrosos para el movimiento popular que él había conducido hasta ese punto y también para el país. La amenaza contenida en su discurso del 21 de mayo de 1971 no fue, así, más que una suerte de bluf. Nos dice Mansuy: “Joan Garcés ha dicho que Allende tenía un rechazo estratégico por la guerra civil, pero el rechazo es incluso visceral. Al Presidente le repugna la perspectiva de un conflicto de ese tipo… Prefiere quedarse en una estación intermedia antes que reventarlo todo…”. (pp.110)

Imponer ese punto de vista, sin embargo, habría significado romper con su coalición, que se mantenía irreductible en la posición ortodoxa del marxismo-leninismo. Y eso era algo que Allende no estuvo en condiciones de hacer. Había llegado al poder sacando provecho de un “formidable equívoco” y no pudo librarse de él. Para Allende “quebrar la izquierda implicaba repetir el gesto de Gabriel González Videla, y esa fue siempre una inamovible piedra de tope para el mandatario… y ese rechazo instintivo lo acercó a la figura de Balmaceda”. (p. 139)

Así, con la imagen de Balmaceda presente y el suicidio como opción, “… se encontró el 11 de septiembre en un laberinto sin salida, pero el laberinto tenía mucho que ver con él, con sus decisiones y ambigüedades. El presidente trató de evitar ese desenlace… pero nada surtió efecto… desató fuerzas que era incapaz de controlar; y lo peor, no tenía diseño alguno para enfrentar una disyuntiva más que previsible”. (Pp. 114-115)

Mansuy cierra así esta búsqueda de explicación del camino que llevó a Allende a ese laberinto sin más salida que el suicidio: “Es posible que, antes de dispararse en la boca, haya recordado la angustiada interpelación de Aylwin: usted tiene que escoger, usted tiene que elegir. El líder falangista pedía, incansablemente, una garantía que Allende no podía -o no quería- ofrecer. A cambio, entregaría su vida y dará testimonio de que su dilema era insoluble. Allende no escoge, no quiere escoger, se niega a escoger y prefiere la muerte antes que escoger. Esa fue su tragedia. Esa sigue siendo nuestra tragedia”. (p. 180)

En la segunda parte de su libro, tan interesante como la primera, Mansuy intenta “dar cuenta del modo en que la izquierda asumió, pensó y procesó la figura de Salvador Allende después de su muerte”. Para ello se apoya principalmente en la obra de dos intelectuales de izquierda que han hecho de ese tema y de la experiencia de la Unidad Popular, un aspecto central de sus reflexiones: Manuel Antonio Garretón y Tomás Moulián.

De esas reflexiones vale la pena detenerse en la evaluación de la capacidad de comprensión que intelectuales y dirigentes políticos de la Unidad Popular tuvieron durante esos días y que Mansuy adjudica tanto a Garretón como a Moulian: “No había espacio para pensar el cuadro nacional pues se suponía -por principio- que ese cuadro debía responder a modelos preestablecidos que se asumían como verdades de fe. Dicho de otra manera, las categorías empleadas por la izquierda no admitían correcciones fundadas en la observación de lo que en efecto ocurría; o, en cualquier caso, sólo admitían ajustes en función de la teoría previa”. (p188)

Es posible que en esa sola frase quede explicada la esencia del doloroso episodio que vivió la Unidad Popular y del que de alguna manera fue víctima Allende y su concepción de una “vía chilena al socialismo”. La experiencia no fue derrotada, pues Allende comprendió rápidamente que las condiciones para materializar su proyecto se tornaban inviables y buscó modificar su plan original, mientras las mismas fuerzas que lo apoyaban bloqueaban los caminos para una opción del tipo que Mansuy denomina como “estación intermedia». Por contraste, lo que sí fracasó y demostró ese fracaso al mundo, fue esa fe en “modelos prestablecidos”. Esa supuesta teoría “científica” que explicaba cómo eran las cosas y cómo deberían ser, sin detenerse en observar “el cuadro nacional”.

En las páginas finales de su libro, Mansuy reflexiona sobre el peso del legado de Allende en las actitudes como gobernante de Gabriel Boric. Comienza por recordarnos los gestos con que Boric inició su gobierno, la inclinación respetuosa ante el monumento al Presidente auto inmolado y la frase -que Mansuy califica de “imponente”- dicha desde el balcón de La Moneda: “Como pronosticara hace casi cincuenta años Salvador Allende, estamos de nuevo, compatriotas, abriendo las grandes alamedas…”. Con ello Boric se situaba en un pedestal tan elevado como peligroso: se autodefinía como “el legítimo heredero de Salvador Allende”.

Ese exceso de entusiasmo provenía, según Mansuy, de la circunstancia que proveía la Convención Constitucional en ese momento en pleno funcionamiento. La Convención que parecía llamada a proporcionar la nueva Constitución que Allende no pudo alcanzar. Y esa convicción de estar viviendo el momento histórico de la gran revancha, el momento en que se reabría, esta vez con una Constitución a modo, el proceso que Allende había dejado inconcluso, “ayuda a comprender la magnitud de la derrota sufrida en las urnas por la izquierda el 4 de septiembre de 2022”. (p. 308)

Y ayuda a comprender también la confusión de Boric, que a partir de ese momento siguió haciendo referencia a la Unidad Popular y a Salvador Allende, pero con otro tono. Días después de la derrota plebiscitaria, el 11 de septiembre, ya hablaba de no estar gobernando “para la historia, estamos gobernando para el presente”. Y algo más tarde, el 21 de septiembre, en la conmemoración del discurso de Salvador Allende en las Naciones Unidas, planteó que Allende no debía ser recordado “como una figura inmóvil, sino también como una idea, una idea que va adecuándose según los tiempos, una idea que va inspirando, que está vigente porque cambia…”. La conclusión de Mansuy es rotunda: Boric “…hubo de resignarse, por la fuerza de los hechos, a anestesiar al mito del que quería beber: esta es, sin duda, su mayor derrota ideológica: se vio obligado a transformar su gran punto de referencia en un mensaje vago y sin mayor consistencia”. (p. 312)

En esta reflexión de Mansuy sobre la relación entre Boric y Allende se deja sentir la ausencia de una consideración acerca de lo evidente: que en otro momento y en una circunstancia muy diferente, el Presidente Boric vive su propio dilema entre una culminación trascendente de su gobierno, al costo del rompimiento con una parte de su coalición para llegar a acuerdos con la oposición, o continuar leal a esa coalición, no al costo del suicidio, pero sí de la intrascendencia. Aunque tal vez es posible que Mansuy decidiera no abordarlo porque todavía es un dilema abierto. Un dilema de cuyo desenlace seremos testigos todos.

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