El 9 de enero de 1996, en el señero programa de las mañanas en Radio Sarandí, “ En Vivo y en Directo” que constituyó un antes y un después en la historia del periodismo nacional, Neber Araujo — un periodista que al igual que yo, no tenía apellido– era “Neber” a secas, tuvo que dar una noticia impactante: el fallecimiento del ex Presidente francés, François Mitterrand.
El histórico conductor radial tenía que hacer una reflexión y la que efectuó me resuena hasta el día de hoy. De hecho es uno de los caballitos de batalla a los que recurro para imaginar al futuro.
Araújo le hizo decir al socialista francés que todos caemos en un sesgo: pensar que el futuro es la acentuación del presente. Para el periodista radial, Mitterrand pensaba que el futuro es en realidad la resultante del pasado. Entonces –decía Neber– el francés sabía en los años setenta que la Unión Soviética no prevalecería sino que volvería a ser lo que siempre fue: Rusia, y que las dos Alemanias volverían a ser una.
Unos quince años después encontré la fuente. Era la página 177 del libro que reproducía un diálogo entre el ex presidente francés y el intelectual judío, Premio Nobel de la paz, Elie Wiesel, publicado un año antes de la muerte del estadista francés.
Mitterrand dice:
“Una de las grandes incapacidades del hombre es la de imaginar al porvenir: siempre se lo ve a imagen del presente.
A veces eso se apoya en un sentimiento noble: en el caso de una pena, de un duelo, el dolor aumenta con la mera idea de que un día pueda ser menor, menos intenso; uno siente que la felicidad es fugaz.
El hombre es conservador y no se inclina a distanciarse de los datos del presente. Debería confiar más en los instintos, en la extraordinaria capacidad de la vida para cambiarse a sí misma y, por tanto, de cambiarlo a él” – ¿el futuro?-
Retrocediendo dos mil quinientos años, digamos que para Aristóteles el tiempo era circular: para éste, el tiempo parece ser el movimiento de la esfera. Es que este movimiento sirve para medir a los demás movimientos y también al tiempo. La primera consecuencia de esta concepción es que el tiempo, al ser esencialmente circular, no tiene dirección. En sentido estricto, no tiene ni principio ni fin. Según explica en un peculiar pasaje, es imposible decir si somos posteriores o anteriores a la guerra de Troya.
Hay un rasgo común a todos los calendarios dice Ricœur: un acontecimiento fundadacional, considerado como el inicio de una nueva era ( nacimiento de Cristo, Buda, Égira o la llegada al trono de un soberano). Este suceso determina el momento axial a partir del cual son datados todos los acontecimientos. Es el punto cero del cómputo. Citando a René Hubert señala que el calendario responde a la necesidad de ordenar la periodicidad de las fiestas. No menos importante es el hecho de que los intervalos entre estas fechas críticas se califican por el esplendor de las fiestas y se hacen equivalentes por el retorno de las mismas. Para la religión, el calendario no tiene tanto la función de medir el tiempo como el de acompasarlo, de garantizar la sucesión de los tiempos fastos y nefastos.
Para Giorgio Ambages, la experiencia cristiana del tiempo es opuesta a la griega. Mientras que la representación clásica del tiempo es un círculo, la imagen que guía la conceptualización cristiana es la de una línea recta.
Contrariamente al helenismo, para el cristiano el mundo es creado en el tiempo y debe terminar en el tiempo.


