Que el PIT CNT haya logrado llegar al número de firmas que eventualmente habilitaría el camino a la derogación de la reforma de la seguridad social es un verdadero fracaso. Un fracaso al cuadrado.
No es este un triunfo de la gremial a la que parecería preocupar más su peso político y la defensa corporativa de su dirigencia que la felicidad de los trabajadores, de quienes lo fueron o de los que aún no lo son. Todo lo contrario, la festejada recolección de las firmas y la posible aprobación de su propuesta asegura el posterior sufrimiento del colectivo nacional, no solamente de la clase obrera que pretende defender.
Por algo la propuesta de la gremial no es apoyada por la mayoría del espectro político partidario. Además de los partidos en el gobierno que aprobaron la nueva normativa que se pretende eliminar (conjuntamente con un sistema previsional fruto de negociaciones políticas que permitieron su establecimiento y funcionamiento por décadas) una muy importante parte de la oposición no respaldó la iniciativa.
No es de extrañar que el PIT CNT no lograse hasta ahora —y es de esperar que en el futuro inmediato tampoco, aunque siempre puede haber lugar para el oportunismo— seducir con su prédica a la totalidad de los partidos de la coalición opositora. Resulta que los hechos son caprichosos y es en vano discutirlos.
La evidencia que debería ser el sustento para el desarrollo de políticas públicas, muestra, desgraciadamente, que Uruguay tiene un perfil social y demográfico complicado. Los números y causas del (no) crecimiento poblacional revelados por el censo del pasado año dejan poco margen para cálculos alegres. En lo que respecta al financiamiento de los actuales y futuros pasivos, el agostamiento de la población contribuyente, y, al mismo tiempo, la expansión de la pasiva, no permite que la ecuación cierre. Y ese dato no varía ni con discursos voluntaristas, ni con propuestas demagógicas.
La experiencia de otros países que transitan caminos similares al que nos toca recorrer, debería servirnos de ejemplo. En la adecuación de la seguridad social a los tiempos que corren, elevar la edad mínima de retiro, al tiempo que aumenta la expectativa de vida, forma parte de la lógica y no debería ser objeto de posturas ideológicas inconducentes.
Las clases pasivas uruguayas tienen una protección de ingresos de rango constitucional, consagrada en el artículo 66 de la Lex Magna, cuyo inciso tercero dispone que los ajustes de las asignaciones de Jubilación y Pensión deberán observar la variación del Indice Medio de Salarios, y que dichas prestaciones se financiarán sobre con contribuciones obreras y patronales y demás tributos establecidos por ley y por la asistencia financiera que deberá proporcionar el Estado, si fuere necesario (el destacado es nuestro).
Mientras tanto, para poner las cosas en perspectiva, es imprescindible notar que Uruguay es uno de los países que cuenta con mayor infantilización de la pobreza en América Latina, y que para paliar esta situación el Estado debe o debería cumplir un rol de distribución equitativa de recursos que no le corresponde a otras entidades.
Además, si se pretende invertir en el verdadero capital del país —la gente— impartiendo educación de calidad, para calidad de vida, la asignación de recursos destinada a los jóvenes debe ocupar un lugar, también, prioritario.
Podríamos seguir por la salud hasta llegar a la imprescindible inversión en seguridad ciudadana que requiere atender causas multifacéticas que angustian a la población, y que no son precisamente gratis.
Estas situaciones, tan reales las unas como las otras, requieren que el Estado tenga que hacerse cargo de situaciones complejas. Y muchas de ellas le demandarán que le haga “piecito”, al decir de nuestro presidente, a grupos vulnerables que no pueden ser ignorados.
Por eso proponer soluciones para la seguridad previsional que obedecen a la ideología, que apelan a la magia, que no se sustentan con el rigor técnico y que quitan recursos a otros asuntos sociales de inevitable atención, constituye, a esta altura del partido, un gran fracaso. El de quienes no quieren o no han aprendido nada, como si nunca hubiesen terminado de leer un libro.
El que, irremediablemente, terminaría por complicarnos a todos, desde la irresponsabilidad de unos cuantos, que a pesar de no estar llamados a gobernar, están ávidos de poder.