Las últimas semanas han sido truculentas. Un senador imputado por delitos de abuso sexual y con presión preventiva. Una runfla de supuestos servidores públicos que, aprovechando posiciones de privilegio, se sirvieron a sí mismos en organismos binacionales cuyos cargos pasaron a la categoría de “botín de guerra”. Hace horas apenas, la resurrección de una vieja saga de jerarcas implicados en situaciones oscuras, no se sabe bien si por ocultar delitos o por tratar de esconder omisiones graves que muestran que sus cargos les quedaban grandes. Al momento de escribir estas líneas, a una viceministra que había renunciado hace ya un tiempo le siguió su superior inmediato.
Obviamente, los acontecimientos han sacudido a integrantes del gobierno y de la oposición. Y a muchos militantes que desde las redes se manifiestan sobre éstos y cualquier otro tema con un sentido crítico bastante comprometido. Ahora, si bien puede decirse que hay muchos impactados, ninguno de ellos son parte de la inmensa mayoría ciudadana que vive el día a día con preocupaciones más mundanas, como trabajar, estudiar, desarrollarse en la vida, cumplir con sus obligaciones y parar la olla.
Por su parte el gobierno trata de arreglar los entuertos y minimizar el daño. La oposición, al contrario, que los derrapes en el ejercicio del poder parezcan peores de lo que son y, si se puede, que empañen cualquier cosa buena que algún integrante de la administración haya logrado en este período.
Los militantes, a veces dan pena, a veces dan rabia. Los hay opositores olvidadizos que claman que Uruguay ha perdido todos los valores de gobernanza y transparencia olvidando que en el pasado un vicepresidente tuvo que renunciar por corrupto y que ministros y jerarcas de bancos públicos fueron condenados por ilícitos relativos a la corrupción. Los hay gubernistas insensatos que tratan de justificar las barbaridades que han ocurrido en este período por aquellas que fueron cometidas por quienes previamente detentaron el poder, y llegan a exponer, sin vergüenza, que tal vez se debería haber mantenido una actitud negacionista.
Tanto unos como otros, los olvidadizos repentinos y los memoriosos ocasionales, además, apelan frecuentemente a justificaciones penosas: que la corrupción siempre está presente, que la política es así, y otras linduras por el estilo. Es decir, optan por el peor de los caminos a recorrer, el más degradante, y el más peligroso.
Aquellos países en que el “roba y deja robar” o el “rouba mas faz” son la justificación para votar, como en Argentina y Brasil, donde presidentes nombran magistrados de la Corte de Justicia que luego serán funcionales a sus casos de corrupción cuando estos llegan a los estrados, son países con sistemas políticos enfermos.
Son estados en los cuales, como apuntaba ingenuamente Jorge Lanata al comentar el triunfo del sector de Martín Insaurralde — el tristemente famoso político que se paseaba en yate por Marbella mientras Argentina se cae a pedazos— “la corrupción no importa”. La pena es que la afirmación del periodista argentino llega tarde: hace añares que la corrupción no importa en Argentina, porque convive con la ciudadanía, porque no llama la atención, porque no ofende. Y por eso el peronismo ha sido y tal vez continúe siendo gobierno..
Mientras tanto, en Uruguay, no queremos que el ciudadano, que debe ser el centro de atención gubernamental, de su quehacer, de sus políticas públicas, pierda el lugar que se merece: ser centro implica ,también, que no debe ser traicionado por los manejos opacos del gobierno. De cualquier gobierno.
Ante la gravedad de muchos de los casos terribles de corrupción que están detrás de estas líneas, —el de Juan Carlos Bengoa, el de Raúl Sendic, el de Fernando Calloia, el de Fernando Lorenzo (ambos la cara visible de una turbia transacción del gobierno con Juan Carlos López Mena), el de Alejandro Astesiano, el de Carlos Albisu, el de Gustavo Penadés (en el uso del poder para armar su defensa), el de Francisco Bustillo, el de Carolina Ache— seguimos pensando lo mismo. Estas acciones no se justifican entre si, estas acciones dañan a la totalidad del sistema político, estas acciones son la patología, no la regla, y así debe seguir siendo —ojalá que cada vez en menor medida.
En como se comporten el gobierno y la oposición, y como asuman los políticos su verdadero rol —que no es dividirse ante la corrupción en caminos divergentes hacia la conquista del poder, sino en un único rumbo para combatirla— está que el ciudadano continúe en el centro del la acción pública, merecedor del respeto de sus elegidos, que es su verdadero lugar.
Y en como se desempeñe la Justicia, desde su posición, sin caer en la tentación de un protagonismo que la distraiga, y abjurando del mínimo desvío partidario, está que a ese mismo ciudadano no le gane el desánimo y la falta de confianza en la República: los primeros pasos hacia el retroceso democrático, de difícil vuelta atrás.