La exfiscal Gabriela Fossati, ahora dirigente política, hizo unas declaraciones infelices respecto a la colaboración con la justicia. “Si mañana me vienen a buscar mi teléfono, yo lo piso y lo rompo bien”, manifestó quien hasta no hace poco, en su función, seguramente esperaría que la ciudadanía hiciera precisamente lo contrario a lo que recomendó hace horas.
Seguramente la abogada nacionalista ha de estar muy frustrada y disconforme con las filtraciones cuyo objetivo, a escasos meses de las elecciones nacionales, es indisimulable y flechado. Sin embargo, su actitud es reprochable porque, como ex integrante del sistema de justicia del cual depende el Estado de Derecho, sabe perfectamente que si todos hicieran lo que ella ha sugerido, sería más trabajosa la aplicación de la ley.
Sin pecar de ingenuos, sabemos que el consejo (que los hay buenos, malos y pésimos) no es otra cosa que el que deben seguir los delincuentes que saben que su libertad depende de “romper bien” el teléfono que, por lo pronto, no es un teléfono, sino una computadora capaz de almacenar una cantidad enorme de datos incriminatorios, entre ellos conversaciones.
Naturalmente, como el reo no tiene obligación de aportar prueba en su contra, la exmagistrada no está aportando ideas novedosas a quienes viven al margen de la ley. Con respecto a los malvivientes, entonces, se podría decir que las manifestaciones fueron inocuas. Pero, desgraciadamente, la cosa no terminó ahí.
En su dialogo con los comunicadores Fossati agregó “Yo, si fuera Presidente de la República, con todo lo que está pasando, le aconsejo que no dé su teléfono”. Obviamente se le podrán dar al primer mandatario consejos peores, pero éste es irremediablemente malo, antirrepublicano, y grosero. Y, si éste lo siguiese, estaría echando sombras sobre sí mismo.
El Presidente de la República no es cualquiera. Tener que recordárselo a una aspirante a dirigente político es una mala señal respecto al estado de la sociedad en que vivimos. Pero tener que ponérselo de manifiesto a quien es, además, una exintegrante del sistema judicial que aspira al voto de la ciudadanía, es triste. Aunque necesario
En nuestro editorial de la semana pasada llamábamos la atención sobre los actos que degradan a la Justicia quitándole prestigio y credibilidad, elementos imprescindibles para su funcionamiento regular y, por lo tanto, para el vigor democrático.
Obviamente, hubiese sido preferible que la exfiscal no necesitase hacer referencia a la difusión de conversaciones que no deberían ser públicas, lo que preocupa al organismo al cual perteneció que ha iniciado una investigación al respecto. Pero si finalmente decidió ocuparse del asunto, erró el tono.
Porque lo correcto hubiese sido que desde su lugar aplaudiese y apoyase las medidas de investigación dispuestas por la fiscal a cargo de la Fiscalía para frenar la sangría de filtraciones, si es que ocurren en esa institución, y no desparramase más descrédito sobre las instituciones.
El camino elegido, por lo pronto, amerita, en la era de las opiniones irreflexivas de las cuales se nutren las redes sociales, un razonamiento del tipo twitter: “si un exmagistrado recomienda que el Presidente destruya evidencia, andá a saber lo que apaña el poder”. O, otras linduras de pensamiento de cámara de fósforos “los chanchullos que han de conocer los fiscales para que digan cosas como las que dicen”.
Es ahí, al sembrarse dudas producto de la ofuscación , cuando finalmente el escepticismo sobre las instituciones gana espacio para el deterioro de la República.
Una pena que que fiscales, o quienes lo han sido, ganen fama por estas cosas.