Durante décadas, Uruguay construyó una reputación internacional basada en la profesionalización de su servicio exterior. Nuestros diplomáticos —examinados, formados, evaluados y rotados en destinos complejos— representan uno de los cuerpos profesionales más respetados de la región.
Por eso resulta imposible ignorar una tendencia que se ha vuelto demasiado frecuente en los gobiernos del Frente Amplio: la designación de embajadores por afinidad política antes que por idoneidad profesional, lo que desplaza a funcionarios de carrera que han dedicado su vida a la diplomacia.
En cada episodio similar, el daño es doble: se vulneran los derechos de quienes sí cumplieron el camino institucional y se compromete la calidad de la representación internacional del país.
El resultado es una política exterior con dos velocidades: una, la de los diplomáticos de carrera, que avanzan con cautela y concursos; otra, la de los nombramientos exprés, que llegan directo a destino sin escalas académicas.
El recorrido de María del Rosario Portell Casanova es un ejemplo particularmente didáctico de esta segunda modalidad.
En su currículum figura “formación en psicología”, una fórmula académica que suele traducirse como: pensé en estudiar, cursé un par de materias y confirmé que había que leer, no es lo mío.
A ello se suman cursos sueltos, tan útiles como un tenedor para la sopa, que garantizan lo esencial para la diplomacia moderna: ubicar a China en el mapa, saber que en Rusia se habla ruso y decir “hello” con acento de Paso de los Toros.
Su paso por la Expo Zaragoza 2008, como comisaria general del pabellón uruguayo, fue igualmente ilustrativo. Mientras el agua —tema central de la Expo— fluía sin obstáculos, las visas, los permisos y los contratos siguieron un camino más creativo: algunos llegaron tarde; otros, nunca. Técnicos varados, inauguración improvisada y una gestión que terminó enseñando al mundo una gran verdad nacional: no faltaban recursos, faltaban papeles… y esos, curiosamente, no aparecieron a tiempo.
Su desempeño en China como embajadora fue, cuanto menos, singular. Designada para representar a Uruguay ante una de las culturas más complejas del mundo sin hablar el idioma ni conocer el terreno, encarnó una diplomacia de fe: creer que la convicción política podía reemplazar años de estudio. Mientras China exige preparación milimétrica, Uruguay envió entusiasmo militante. Una experiencia prolija en lo protocolar, invisible en los resultados y memorable únicamente como recordatorio de que la diplomacia no se improvisa.
En Vietnam no hubo escándalos provocados por la embajadora, pero tampoco por la política exterior: una gestión impecable en no molestar a nadie, eficaz en no dejar huella y perfecta para confirmar que el cargo fue un destino político… no una apuesta estratégica del país.
Su desembarco en Moscú fue una obra de disciplina partidaria. Aprobada únicamente con los votos del Frente Amplio, la designación confirmó que no se buscaba pericia sino constancia ideológica. Así, Uruguay envió a Rusia una embajadora con la tranquilidad de saber que la lealtad abre puertas que los concursos nunca encuentran. Una decisión que humilló la diplomacia profesional.
Desde Moscú, nuestra embajadora parece haber descubierto una novedosa teoría diplomática: si el mundo entero considera a Bielorrusia un régimen autoritario, aislado y sancionado, tal vez el problema sea del mundo. Así, con encomiable espíritu contracultural, se lanza a tejer lazos estrechos con Minsk, ese oasis democrático donde las elecciones se ganan antes de votarse y la oposición practica el saludable deporte extremo de desaparecer. Una apuesta audaz: mientras Europa, Estados Unidos y medio planeta miran a Bielorrusia con la misma desconfianza con que se mira un yogur vencido, Uruguay decide acercarse… desde Moscú, claro, donde Bielorrusia tiene mejor prensa.
Visto con honestidad, el plan no parece diplomático sino autobiográfico. Más que representar a Uruguay, la embajadora estaría recreando un campamento ideológico de juventud, con mate tibio, consignas eternas y el mapa clavado siempre en el mismo punto cardinal: el este. Sus metas no responden a fríos cálculos de comercio exterior, sino a una vocación romántica cuidadosamente cultivada desde la temprana formación comunista, hoy validada y apadrinada por su madrina política, Lucía Topolansky. Bielorrusia no sería entonces un socio estratégico, sino un destino emocional: un lugar donde el régimen nunca decepciona, la épica sigue intacta y la democracia es apenas una sugerencia opcional del folleto. No es política exterior: es turismo ideológico con viáticos oficiales, donde el pasado no solo no pasa de moda, sino que, encima, se firma en actas bilaterales.
En definitiva, el Frente Amplio no designa embajadores: premia las trayectorias militantes con pasaporte diplomático. No es política exterior, es un sistema de millas ideológicas: cuantos más años de lealtad partidaria, más lejos el destino y más solemne el cargo. La idoneidad, los idiomas y la experiencia internacional quedan como requisitos decorativos, algo así como el moño de un regalo que ya estaba decidido antes de envolverlo. Para ciertos sectores del FA, la coherencia no se mide en intereses nacionales sino en consistencia doctrinaria: puede cambiar el mundo, pueden caer muros y sanciones, pero la épica siempre aterriza en business class.
Así, Uruguay termina representado no por su mejor diplomacia, sino por su mejor álbum de recuerdos militantes. Embajadas convertidas en actos de homenaje, concursos reemplazados por palmadas en la espalda y una política exterior que funciona como museo itinerante de ideas del siglo pasado. El país pone el prestigio; el Frente Amplio, la mística. Y mientras los diplomáticos de carrera estudian, concursan y esperan, otros despegan directo a destino con una sola credencial: haber sido siempre fieles, aunque el mundo —mal educado y poco solidario— insista en no coincidir con ellos.


