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Editor responsable: Rafael Franzini Batlle
sábado, diciembre 20, 2025

Dignidad en la muerte, y en la vida también

Iba a escribir a propósito de la eutanasia. Su discusión, que mostró en general un debate razonable, por lo alto, enfocado en razones filosóficas o de credo, habló bien de los uruguayos.

Al respecto, me parece que quienes ven honestamente que decidir sobre el fin de la vida en circunstancias de dolor o impedimento de transitarla con dignidad es una apuesta a la muerte, una frivolización de la misma, y casi que una justificación del suicido, erran el enfoque.

Una cosa es llegar a tamaña decisión cuando lo orgánico, el dolor, el impedimento físico, compele a dar el último paso hacia el final, y muy otra tomar la misma determinación como producto de graves problemas de salud mental. No es lo mismo escuchar la poesía dedicada a la muerte de Alfonsina Storni que leer la tragedia de un joven que no soportó el acoso del “bulling” o una joven que no pudo lidiar con la presión social. En la primera situación estamos frente al tratamiento inocuo y en la segunda en la necesidad del tratamiento de la salud mental, algo que, por suerte, encuentra eco en todo el arco políticos uruguayo.

Por lo demás, me parece que aún rescatando la riqueza de la discusión, a la misma, en su mayoría la ha faltado un poco de sinceridad y sobrado otro tanto de hipocresía. Casi nada se ha hablado del “cocktail”, un eufemismo que escuché por primera vez en a fines de los 70s, cuando la existencia de mi abuela y su dolor llegarían a su final. Muchos galenos saben de que hablo, muchos deudos dolientes también. Las cosas son —a pesar del desgarro— como son.

Quienes creemos en la solución que nos brinda la muerte asistida —creo que escribí sobre este tema hace más de treinta y cinco años atrás, cuando era subdirector del diario EL DIA— nos basamos en la necesidad de llegar al fin del ciclo vital de una forma digna. Yo lo hago, además, desde mi ateísmo y, hoy, desde mi cáncer, al que estas líneas terminan por darle la naturalidad con que lo asumo, a lo cual me han ayudado profundas charlas con mi familia y amigos cercanos. El fin de la vida, sin expectativas de trascendencia, parece más sencillo cuando al mismo se arriba como uno quiere . . .

Pero no, el asunto de la dignidad me llevó a otro tema de moda. El vergonzoso cruce entre los senadores Sebastián Da Silva y Nicolás Viera por el cual parece que el Senado tendrá una sesión especial en la cual se discutirá hasta la improbable sanción a ambos legisladores.

“¿Cuándo se nos fue Perú al demonio?”, he escuchado innúmeras veces a mis amigos limeños preguntar usando una palabra, al final de la frase, que evito en aras de que esta nota sea mejor entendida. Y Uruguay, ¿cuándo?

Más cerca de los 65 que de los 60, creo que mucho de esta vulgarización de los debates tiene que ver con fenómenos mediáticos y con los referentes a los cuales se festeja inconsciente y torpemente. Para mi el “fenómeno Tinelli” y el uso que en sus programas se hace de las palabras soeces, tuvo y tiene un efecto nefasto. Porque si las “malas palabras” muchas veces, entre criaturas y adultos es empleada con picardía, en los programas a que me refiero generalmente se lo hace con fines de ridiculización, de la cual es difícil salir cuando se ha apelado a lo chabacano para lograrla.

También estoy convencido que la generalización de lo grosero por parte de personajes públicos viene empeorando la cosas desde hace más de treinta años. Cuando en un reportaje el entrevistado le dice “nabo”a un periodista por hacer bien su trabajo, vamos mal. Y si en ese mismo entrevistado la aparición del libro “Un secuestro por dentro” escrito por quien sufriera el cautiverio tupamaro —Ulysses Pereira Reverbel— motivó una reacción en la que no faltaron expresiones vulgares a su sexualidad, peor. Y ya que estamos repasando como al presidente Mujica se le perdona todo, recordemos que siendo primer mandatario mandó allí a donde no quiero nombrar a una periodista —que también estaba haciendo su trabajo— y se fue ofuscado. Es el mismo Mujica que hizo del estilo ineducado un uso normal para comunicarse.

Y sus compañeros de partido, en estas instancias, que yo recuerde, mantuvieron sus bocas cerradas como con cemento, en actitud bastante disímil a la que impera en esta instancia provocada por la discusión de los dos senadores ya aludidos. Y, ojo, no es que en los otros partidos no esté sucediendo lo mismo. Parece que de este modo se llegase mejor a ciertos grupos objetivos, y dale que va.

Pero mi preocupación y culpa a quien ocupara la Jefatura de Estado de Uruguay es precisamente, desde donde se banalizó el empleo de lo incorrecto para pelearse o descalificar a sus adversarios. Una posición demasiado elevada como para echar por tierra el esfuerzo de los docentes.

Porque los los maestros y profesores que enseñan a nuestros niños (en el sentido genérico del plural, esto es niños y niñas) y a nuestros adolescentes (el plural no necesita explicación) deben hacer un esfuerzo tremendo para que sus alumnos se expresen con corrección, o al menos deberían hacerlo, sobre todo si las palabras toscas son para insultar.

Y, por favor, no se me argumente el uso de vocablos gruesas en la literatura. Esta tiene un fin descriptivo, de situaciones jocosas, o complicadas, o de enfrentamientos, para caracterizar a los personajes. Pero no persigue el fin de destruirlos empleando lugares comunes de los cuales no se sale. Pensemos en la historia, yo no conocí ningún libro de texto, ni en el liceo, ni en preparatorio, que dijera que Hitler o Stalin, causante de millones de muertes, eran unos hijos de mala madre, en palabras más ofensivas.

Y tal esfuerzo de los docentes se va al demonio si se le consiente alegremente a quien nos representa a todos, el uso de insultos en situaciones de confrontación. Y así es que se empieza. Luego serán en entredichos en el barrio, posteriormente en la comunidad, y por fin, en el Parlamento. Si estiramos las consecuencias, llegamos a los Organismos Multilaterales, echando por tierra el fin para el cual fueron creados. Evitar la confrontación extrema.

Veamos algunas diferencias. Recuerdo que hace mucho, el presidente Vazquez estaba en Nueva York y allí fue entrevistado sobre unos dichos de Mujica a quien aclaró que votaría a pesar de todo. En la oportunidad el dos veces primer mandatario indicó que su correligionario decía “estupideces”. Es verdad, el término es duro, pero da para mantener la discusión con otra altura, a la cual no se llega una vez que un improperio es pronunciado.

Viene al caso una anécdota que me contó mi padre. Él volaba a Washington, DC, en compañía de “Maneco” Flores Mora y Julio María Sanguinetti; iban a tratar de convencer al presidente Pacheco a que no se inclinara por el SI a la Constitución de 1980, portando una carta que con ese fin había escrito el ministro Jiménez de Aréchaga. Mi viejo me contó sobre sus charlas: con Sanguinetti sobre arte abstracto y las posibilidades que ofrecían los museos de la capital estadounidense para apreciarlo (a mi también me impresiona Sanguinetti refiriéndose a la pintura, su libro sobre el Dr Figari y el que reciéntenle publicó sobre su pasión por el arte me provocan más placer que muchas de sus acciones políticas). Pero rescato para este artículo la que tuvo con Maneco.

Al parecer, el senador y ministro había escrito, en los días de enfrentamiento entre la 15 y la 14, entre Luis Batlle Berres y sus primos César y Lorenzo Batlle Pacheco, un artículo muy duro, demasiado, consideró Don Luis, quien le dio una suerte de rezongo, “en mi diario de mis primos sólo yo escribo así”. La moraleja de la historia es que seguramente Luis Batlle no escriba así de quienes se habían criado junto con él, más allá de las diferencias políticas. Porque existiría, supongo yo, que apenas conocí a César en sus últimos días, un respeto basado en la estima de los años jóvenes y en el decoro que existía en aquella época.

Otros tiempos, otra gente, otro Uruguay. El que se nos va, cuando asistimos a episodios como el que dan lugar a estas líneas, cada vez más frecuentes, cada vez mas normales, cada vez más dañinos.

Donde la dignidad, tan necesaria en el ejercicio de los cargos públicos, en el ejercicio de las profesiones, parecía que ahora es prescindible. Cuando, al contrario, es tan necesaria en la muerte, y en la vida.

 

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