En tiempos de desconfianza y desencanto con la política, gobernar exige una ruta clara, decisión, coraje y orejas bien abiertas, jamás rodeos ni mucho menos excusas. Gobernar es hacerlo para todos, incluso para quienes no votaron por uno, porque la República no se construye con trincheras sino con diálogo y respeto. Necesitamos forjar una cultura política que devuelva sentido a la palabra pública, que forme ciudadanos capaces de soñar con un país que no le tema a la inteligencia, ni al pasado, ni a la belleza.
Y sin embargo, la realidad nos golpea con fuerza. Me llama poderosamente la atención que un gobierno que se autoproclama progresista haya cerrado la Biblioteca Nacional y, pocos meses después, cuando tuvo la oportunidad de cumplir su promesa electoral del 6% + 1 para la educación, haya decidido mirar hacia otro lado. ¿No debería esto despertar una reflexión ciudadana seria?
Que no se excusen diciendo que la gente no va a la biblioteca. Si los ciudadanos no acuden es porque faltan políticas inclusivas, atractivas, territoriales y una verdadera promoción del libro y la lectura a nivel país. En el mundo entero existen redes, pantallas y algoritmos, pero los gobiernos democráticos sostienen políticas culturales permanentes. Los vemos en plazas, cafés, ómnibus o subtes, donde los lectores de todas las edades van leyendo un libro entre las manos.
Mientras tanto, aquí nos cruzamos de brazos, maquillamos los problemas y nos emperifollamos de excusas e inacciones que nos conducen, una vez más, al vacío de la nada. Y no hace falta releer a Heidegger ni a Krauss para entender sus consideraciones y precisar el estado de descomposición cultural que nos presenta este gobierno frenteamplista.
El cierre “temporal” de la Biblioteca Nacional fue mucho más que una decisión administrativa. Fue un síntoma de la fragilidad de nuestras instituciones culturales y de la liviandad con que el Estado puede desatender su deber más noble, garantizar el acceso democrático al conocimiento. No fue una medida técnica, sino un acto profundamente político. Una señal preocupante de cómo se entiende hoy la relación entre cultura, ciudadanía y Estado.
El 26 de mayo, Día Nacional del Libro, el país amaneció con la noticia de que la Biblioteca Nacional cerraba sus puertas. La paradoja fue dolorosa ya que el mismo día en que se celebra la lectura, se apagó la luz del lugar donde habitan nuestras letras. Las autoridades hablaron de una “pausa”, de “modernización”, de un edificio en crisis. Pero detrás de esas palabras se esconde una peligrosa indiferencia ante el valor alusivo y republicano del conocimiento.
El ministro Mahía habló de una “biblioteca del siglo XXI” y de un nuevo modelo de gestión. Pero cuando un jerarca debe convocar a la sociedad para que le ayude a pensar qué hacer con una institución de más de dos siglos, algo falla en la conducción. La ciudadanía no elige gobernantes para que improvisen, sino para que gobiernen.
A cinco meses del cierre, los trabajadores denuncian que no hay ni un solo signo de cambio. El silencio se impone donde debería respirarse conocimiento. Y cuando se cierran los espacios donde la palabra puede respirar, la democracia se debilita.
El Frente Amplio enfrenta aquí una prueba de coherencia. No basta con pronunciar discursos sobre modernización. No es postergando soluciones, sino actuando con la urgencia que la cultura exige. El problema no es solo edilicio ni presupuestal, es político, ético e ideológico.
La Biblioteca Nacional no es un depósito de libros viejos. Es el corazón de la memoria colectiva. Allí descansan nuestras luchas, nuestras utopías, nuestros debates y sueños. Si dejamos que ese fuego se apague, habremos perdido una parte esencial de lo que somos. No hay democracia sin cultura, ni ciudadanía sin memoria. Y sin memoria, la República se reduce a una cáscara vacía.
El país merece saber cuál es el plan real para la Biblioteca Nacional, con qué recursos se cuenta y en qué plazos se piensa reabrir. La opacidad y la falta de acción revelan una forma de gobernar que reduce la cultura a una molestia presupuestal y no a un deber constitucional.
La historia uruguaya ha demostrado que las crisis pueden ser oportunidades cuando hay voluntad política. Pero también ha demostrado que la falta de coraje termina vaciando de sentido nuestras instituciones. Las promesas difusas y los comunicados tibios no alcanzan. Mientras tanto, los trabajadores esperan, los lectores se alejan y la humedad avanza sobre los anaqueles que guardan nuestra historia.
El gobierno puede hablar de innovación o de una “biblioteca del futuro”, pero nada de eso vale si la puerta sigue cerrada. Modernizar es asumir responsabilidades. Y la primera responsabilidad de un Estado que se dice democrático y popular es garantizar el acceso al conocimiento, sin excusas ni dilaciones.
Defender la Biblioteca Nacional no es nostalgia, es una causa republicana y de dignidad ciudadana. Porque allí, entre los libros que resisten el polvo y el olvido, late todavía la conciencia de un país que alguna vez creyó en la educación, la cultura y la justicia social como pilares de su destino.
Si permitimos que esa conciencia se disuelva entre conferencias de prensa y promesas incumplidas, habremos renunciado no solo a un edificio, sino a una parte esencial de nuestra dignidad como República.


