España vive sin vivir en ella por las cátedras. Aunque muchos no lo saben, esas cátedras que tanto nos preocupan no aluden a la categoría de los profesores universitarios que disponen de la máxima cualificación, sino a las denominadas «cátedras extraordinarias», cuyos directores, per se, no son catedráticos. No es fácil decir con precisión qué son las cátedras extraordinarias. Ninguna de las tres leyes de universidades que se han sucedido en el periodo constitucional las han citado en sus respectivos articulados. Con todo, al amparo de su autonomía, todas las universidades las han creado con la declarada intención de potenciar la investigación, la docencia y la transferencia del conocimiento.
Nada dicen los Estatutos de la Universidad de Salamanca sobre las cátedras extraordinarias. A diferencia de otras muchas universidades, tampoco dispone nuestra institución de un reglamento que diga cómo se crean, o cuál debe ser su estructura, adscripción, funcionamiento interno o financiación. En la web sólo aparece una relación de ellas, unas treinta, aunque no muchas revelan una actividad relevante. Algunas son bastante veteranas —Cátedra Unamuno, Cátedra Francisco de Vitoria, Cátedra Manuel de Larramendi, etc. —, pero también las hay que no pasan de ser provisionales con aspiraciones de permanencia. La participación en sus actividades puede otorgar créditos a los estudiantes.
Habrá que acometer reformas tras las vacaciones. ¿No será buen momento para prestar atención a la constitución, funcionamiento y financiación de las cátedras extraordinarias en la Universidad de Salamanca? Ojalá fuera volviendo a la transmisión pública y en directo de los debates, como en tantas otras universidades e instituciones que no invocan la privacidad en perjuicio de la transparencia.