El 5 de julio de 1983 no es una fecha más en la historia política del Uruguay. Es el día en que los partidos políticos, con todas sus diferencias, rompieron formalmente el diálogo con los mandos militares, poniendo fin a una negociación viciada y marcando un límite ético: la democracia no puede ser condicionada.
En aquellos encuentros en el Parque Hotel, las Fuerzas Armadas pretendían diseñar una salida controlada, a su medida. Querían conceder libertades dosificadas, garantizarse impunidad y reservarse un rol tutelar en la vida institucional. Los partidos políticos supieron ver la trampa y respondieron con la única decisión que estaba a la altura de su responsabilidad histórica: se levantaron de la mesa.
Fue un quiebre valiente y costoso. Renunciaron a la comodidad de un acuerdo rápido y optaron por el camino más difícil: sostener la unidad opositora, movilizar a la ciudadanía y exigir una democracia plena, sin condiciones.
Esa decisión no fue casual ni menor. Fue producto de una comprensión madura del momento histórico: se estaba ante un enemigo común, un poder autoritario que negaba libertades básicas. Frente a eso, los partidos políticos supieron dejar de lado sus disputas y ambiciones para actuar con sentido de Estado.
Hoy, cuatro décadas más tarde, la clase política uruguaya exhibe una amnesia preocupante.
No hay tanques en las calles ni generales amenazando la Constitución. Pero existen otros enemigos igualmente destructivos: la violencia criminal que captura barrios, el narcotráfico que penetra estructuras estatales, la desigualdad que condena generaciones, la corrupción que degrada la confianza pública.
Sin embargo, lejos de reconocer estos desafíos como problemas comunes que exigen acuerdos mínimos, vemos a los partidos entregados a la politiquería más cruel:
- Convertir cada problema en un botín electoral.
- Bloquear cualquier intento de diálogo si beneficia al adversario.
- Priorizar el titular y el ataque sobre el diagnóstico y la propuesta.
- Usar el miedo o el enojo ciudadano como combustible de campaña.
Se diría que han olvidado por completo la enseñanza de aquel 5 de julio de 1983: hay momentos en que se debe gobernar pensando en el país, no en la próxima elección.
El ejemplo de 1983 es una advertencia viva. Ese día, los partidos políticos se negaron a legitimar un pacto indigno. Hoy, muchos parecen dispuestos a legitimar cualquier estrategia con tal de ganar votos. En 1983, se eligió la unidad en lo esencial. Hoy se cultiva la división como método.
Uruguay necesita políticas de Estado, no eslóganes. Necesita reformas serias, no marketing electoral. Necesita diálogo real, no puestas en escena. Pero para eso hace falta algo que en 1983 existió y hoy escasea: coraje cívico y sentido de responsabilidad.
Deberíamos conmemorar el 5 de julio de 1983 con una interpelación directa a quienes hoy están en el poder o aspiran a él.
Porque la mayor traición a aquel legado democrático no vendrá de un golpe militar improbable, sino de una clase política que renuncia al interés nacional por conveniencia electoral. Si la política actual no es capaz de aprender esa lección, no estará a la altura de la democracia que tantos se jugaron por recuperar.
Uruguay no puede permitirse una política pequeña, atrapada en el cálculo miserable y en la pelea por las migas del poder. Es hora de recuperar la grandeza cívica que brilló aquel 5 de julio de 1983. Es hora de exigir unidad sin uniformidad, diálogo sin sumisión, firmeza sin odio.
Que quienes hoy nos gobiernan —y quienes aspiran a hacerlo— tengan la inteligencia para reconocer las diferencias y la valentía para construir acuerdos donde el país los necesita. Que entiendan, de una vez por todas, que no se trata de ganar elecciones sino de ganar el futuro.


