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Como dirimimos nuestras diferencias
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No es que vivamos en un mundo paralelo, donde nos resistamos a que tenga el mismo valor noticioso que un piloto de rally parece que tuvo un affaire con la novia modelo de un jugador de fútbol, mientras que, tal vez, pase desapercibido que un individuo que presenció un robo, posiblemente indignado, decida atropellar al ladrón y matarlo a tiros, o que nuestro presidente reclame, en la Asamblea General de las Naciones que se nos premie por “el pecado de hacer las cosas bien”. 

No. Es el mundo que nos ha tocado. Con sus contrastes, su inmediatez, su imparable torrente de noticias —aunque algunas no sirvan para nada— y sobre todo, sus valores comprometidos.

Y por más que nos disguste que los tres hechos reseñados sean parte de la realidad, están ahí, forman parte de nuestra cotidianeidad y, quiérase o no, moldean nuestro carácter, a fuerza de percepciones inmediatas, las más de las veces, o de reflexiones profundas. ¡Ojalá!

Que el piloto sea noticia por un affaire, puede hablar de la pobreza informativa en un mundo que parecería exigir que cada diez segundos tengamos que enterarnos de algo nuevo, aunque sea una verdadera estupidez que olvidaremos casi que con seguridad, tras los 15 segundos de fama. 

Reclamar contra el orden internacional injusto no es ni más ni menos que la constatación de la situación imperante —nada nueva, mas mejorable— pero, al mismo tiempo, es una buena noticia: hay foros donde podemos difundir, desde el mismo estrado que los más poderosos,  y con moderada esperanza, que hacemos las cosas bien y podemos generar confianza. Recogimos el fruto de siembras similares cuando en la crisis del 2001 recibimos un apoyo que otros no lograron.

Pero acostumbrarnos a la violencia como parte del decorado en el escenario, va por otro lado. Y debe generar una resistencia visceral. Es insano y peligroso, es una fuga de la civilidad. Es consentir el desmán, la agresión y la ley de la selva. Es asumir en lo “local”, en el día a día, en los actos sobre los cuales tenemos control, que es posible el castigo a partir de uno mismo, sin contrapeso social.

Notemos que, desgraciadamente, si esos actos no provocan una repulsa inmediata, empezaremos a admitir como “normal” la subversión de valores, lo que, al final, termina por hacernos creer que tenemos la potestad de obrar como queremos, ignorando que hay un estado superior: el Pacto Social.

Para poner las cosas en contexto, un ejemplo público de los últimos días, que parece tonto —casi jocoso, al tenor de las palabras utilizadas en la bravata— pero que es lamentable. Ni más ni menos que un dimitido ex asesor del Ministerio del Interior (para colmo justo de ese ministerio) llevó una vivencia personal a una manifestación pública de amenazas, como si la función pública no ameritase un tratamiento menos irracional de las cosas, de manera tal que no terminen resultando irrelevantes. Algo así como aquello del la cultura del “no sea nabo, Heber”, que tanto mal nos ha hecho.

Y,  lo peor, es que la vida sigue como que aquí no ha pasado nada. Un par de twits condenatorios (esos pensamientos efímeros, tanto que ya ni parecen pensamientos) y a fuerza de vulgaridad el uso o la amenaza de la violencia empieza a parecerse a esas noticias intrascendentes condenadas al olvido sin advertir, quizás, lo alarmante del mensaje:

Que aún en sociedad podemos dirimir nuestras divergencias como se nos de la real gana.

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